domingo, 17 de enero de 2010

Escenas peruanas. Año 2000













Lectura en la Universidad Nacional de Trujillo



(fragmentos de un diario)*


Marco Aurelio Chavezmaya


8 de septiembre.
Salida del D.F. Contaminación. Un paisaje de chinampas. El vaso de Texcoco (un vaso de cantina). Tapices y algodones en el cielo. Ángelas retozonas canturrean sobre lechos de vapor. Una ninfa en el aire me sonríe, pero no con esa falsa sonrisa de las sobrecargos (¿aeromozas, criadas de avión, sirvientas de altos vuelos?) cuando te dicen “¿Té o café? Sólo tenemos pollo, ¿qué va a querer?”. Toda la delegación viene hasta atrás, salvo la regidora “Petunia”. El grupo está variadito: fotógrafos, bailarinas, músicos y cantantes, artesanos, escritores... ¿A quién chingao se le ocurrió que el hombre podía volar? Inevitable acordarme de mi frase Soñé que los hermanos Wright me confesaban: Nunca aprendimos a nadar, por eso volamos. En los audífonos Neblina morada del maestro Hendrix. El ron Havana con jugo de naranja no está mal, pero la carne y todo lo demás de regular para abajo. ¿Whisky? ¿Solo o con hielos? Debo leer y escribir, pero la musa no aparece.

9 de septiembre.
Resulta que rompieron mi maleta en el aeropuerto –no sé si en México o aquí en el “Jorge Chávez” de Lima. Viaje a Trujillo en autobús contratado por Áurea Rodríguez. Un chavo nos dio la bienvenida a su nombre. El trayecto nocturno, criminal, ocho o nueve horas sobre la carretera Panamericana (recordé aquel viaje mío a los diecisiete Acapulco-Metepec, toda la noche sin poder dormir). El chofer iba más rápido que taxista en el periférico. Una parte del recorrido la hicimos a un lado del mar. En la oscuridad apenas se adivinaban brevísimos olanes de espuma y se oía el profundo rumor del océano Pacífico. Nos detuvimos a media noche en un paradero llamado La Quebrada, o algo así. Muchos del grupo pedimos “gaseosita”, que no es una niña con gases sino un refresco (ah, las maravillas del castellano). Nadie llevaba soles –la moneda peruana– y yo propuse pagar con soles de barro de Metepec, que llevábamos para regalar. No hubo necesidad: el tendero aceptó dólares. Llegamos a Trujillo por la mañana y nos estacionamos en el hostal Mansiche. Ahí nos esperaba Áurea, Aury, Aurita Rodríguez Ulloa, siempre entrañable, siempre entusiasta. Abrazos por aquí y abrazos por allá. Minutos después me presentaron a un enviado de Fernando Bazán (alcalde de Huanchaco y gran amigo también) quien nos hospedará a Paulina Santillán y a mí en ese balneario, a doce kilómetros de Trujillo. Todos los demás se quedaron hospedados en ésta ciudad. Llegamos en la “movilidad” (o sea en el coche que nos puso Fernando) al hostal Huanchaco, donde nos acomodaron en cuartos sin baño. “Mañana los cambiamos, ¿ya?”, dijo la hostelera. Entonces apenas el tiempo suficiente para bañarse (en un baño colectivo), cambiarse y regresar a Trujillo para una visita al diario La Industria, uno de los periódicos más antiguos de la ciudad y, creo, de todo el Perú (en este diario escribió César Vallejo). Las instalaciones no lo desmienten. Acordé una entrevista para el martes o miércoles. Me presentaron a un escritor, Desiderio Vázquez, que es una mezcla de tío Maclovio y profe Pedro (esta descripción es absolutamente para uso personal). En la calle Pizarro paramos en una casa de cambio para cambiar dólares por soles. Trujillo me pareció una combinación de Puebla, Morelia y algo del casco viejo de Toluca, aunque las orillas me sugirieron una especie de avenida Solidaridad las Torres en tiempo de secas. No hay semáforos. “Pasa el que llega primero a la esquina”, dice el chofer. De Trujillo a Huanchaco son entre seis y diez minutos. (Por la mañana nos habían presentado a Martha, la mujer de Fernando, toda una dama.)

Más tarde comida en Huanchaco, un agasajo a gente de la tercera edad. Fernando en su calidad de alcalde es anfitrión de Martha Chávez, congresista de la nación (no hay diputados ni senadores, sino congresistas). Paulina y yo somos invitados a la mesa de honor. Fernando nos presenta con la mujer y su esposo, Javier Nosequé, periodista, quien me pregunta de Metepec. El siguiente encuentro grato es con la comida. Hay un maíz llamado “camcha” que es crujiente y delicioso, se come como guarnición o como botana. Ah, y están la yuca y el arroz, que son básicos en la dieta local. Pau y yo bailamos un valsecito peruano, con pasitos mexicanos. La música en vivo, excelente: “Tengo el orgullo de ser peruano/ y soy feliz/ de haber nacido en esta hermosa tierra del sol/ donde el indómito inca/ prefiriendo morir/ legó a su raza/ la gran herencia de su valor”.

En la noche misa (“la guadalupana, la guadalupana...”). Luego encuentro con el embajador de México en Perú. José Ignacio Piña Rojas, en el Hotel ¿Libertadores? La música mexicana es muy apreciada acá, así que no fue raro que apareciera un charro peruano, cuyo nombre era nada menos que José Alfredo... González, El Huapanguero. El tipo no canta mal las rancheras. De ahí nos vamos a una recepción que el grupo de danza Takaynamo ofrece a la delegación mexicana. Más gaseosita. Lo rescatable del momento es la música negra que proviene de la amazonia peruana (Perú también tiene regiones bastante diferenciadas, la selva, el puno y la costa) y el baile de una peruanita morena realmente hermosa. Para rematar, cuando todo el mundo tenía ganas de irse a dormir, organicé una excursión nocturna, en corto, con Tadeo Zavaleta, Magali, su novia, Pau y yo. Por cierto que me dio un enorme placer reencontrar a Tadeo, joven artista plástico peruano, realmente brillante, después de habernos conocido en Metepec hace un año. (Le recuerdo a Tadeo su borrachera aquella en el bar 2 de Abril con garañonas “chávez special”). La excursión es al Canana, un antro “bacán”, es decir padre, chingón, a toda madre, de pelos, un caserón viejo, remozado, con aires de cabaret mexicano de los años cuarenta, de atmósfera tropical, con árboles y helechos y un patio central para bailar. Nos tocó ver una parejita de hermanos, niña y niño, bailando la marinera (que es un baile arrastradito, elegante, seductor, un baile tradicional en Perú, pero que en Trujillo adquiere una dimensión muy especial, según me cuentan; de hecho a Trujillo se le conoce como la Capital de la Marinera, o algo así), qué chamacos geniales, con qué gracia se menean. Mollejas fritas de botana –mala elección. Para beber Tadeo nos recomendó el pisco sour. Es un coctel que lleva clara de huevo y limón, y pisco por supuesto, todo licuado. El pisco es un destilado de uva, y es la bebida nacional del Perú, o digamos que es la más representativa. Magali es una chica bonita y delgada que anda de “enamorada” de Tadeo. “Enamorada” no es igual que novia (la novia es un nivel más formal, más comprometido, que la enamorada). Los cuatro no paramos de bailar. La música entre vals y cumbia. Recuerdo dos frases de una rola que me gustó: “Me llamó Perú, con P de patria” y “Dios a la gloria le cambio de nombre y le puso Perú”. El taxi a Huanchaco doce soles. Mejor no mirar el reloj.

10 de septiembre. 8:00 hrs.

El niño hostelero aporrea mi puerta, el muy despiadado, para decirme: “¡Lo espera el alcalde a desayunar en su casa!”. Martha, la mujer de Fernando además es una notable cocinera que nos deslumbra con un paté casero, acompañado de café con leche, mantequilla y pan. El paté está de poca madre. Martha y Fernando no desayunan sino jugo, de manera que la mesa dispuesta solo es una cortesía para Pau y para mí. (A la comida le dicen “almuerzo”, y la comida de ellos viene siendo la cena nuestra.)


(Unas palabras acerca de las curiosidades del idioma. Hablamos español, cierto, pero cada pueblo tiene su sangre y su sabor. Su palabra. Si en Perú digo: “le di un chupete a tu mujer” no hay problema, lo que significa que le di una paleta, pero si lo digo en México, puede ser causal de divorcio, bueno, estoy exagerando. En México “cachar” es un verbo inocente, pero aquí es una delicia. “Movilidad” es coche, “chompa”, suéter, “casaca” significa chamarra, “al toque” es rápido. Nikei se les dice a los nacidos en Perú, de padres japoneses. “Aperturar” es abrir, mal asunto esta degeneración. “Huaquear” es robar piezas arqueológicas, saquear. Por cierto, los sitios arqueológicos peruanos cuentan con presupuesto para mantener un perro calato -un xoloescuintle- en calidad de guardián espiritual del patrimonio histórico; la manutención incluye camote y crema para la piel. En el asunto gastronómico, me encuentro con nombres tan poéticos como “chicharrón de calamar” o “leche de pantera”; “chifa al paso” es comida china para llevar. Y tantos asombros más.)

Le entregué a Fernando una monografía de Metepec y una botella de tequila y otra de garañona. Recordamos su odisea mexicana. De la casa de Fernando, que está a veinte metros del hostal, nos dirigimos a Trujillo para el desfile en la Plaza de Armas. Alfredo Elías, el coordinador de la delegación mexicana, había dicho que la cosa era con traje típico, ¿típico de qué o de dónde? Yo fui de rojo y blanco, como un prófugo de la perra brava. En cambio, Luis, hermano de Alfredo, iba vestido con el traje típico de Naucalpan: saco y corbata. Me encanta su humor. (Con Luis me vine platicando en el autobús Toluca-aeropuerto.) Resultó que el desfile era muy solemne. Los peruanos son muy ceremoniosos, como el magisterio mexicano. La voz de mi conciencia me decía: “No marches, carnal”. Pero ahí voy con todos los demás, no con paso redoblado sino con paso relajado. Después del desfile marchamos a la plaza “República de México” donde honramos y floreamos a don Benito Juárez, primer bombero de América, según el Loco Valdez.

De regreso a Huanchaco. Estamos invitados a la develación de la placa del Dean Saavedra (evangelizador de Huanchaco, según creo) y la inauguración de la explanada. La comida esta vez es en el muelle, lugar precioso, con la presencia del embajador Piña Rojas, su séquito, y la congresista Martha Chávez, además de toda la delegación del altiplano mexicano. Ahí, repartidos en mesas a lo largo del muelle, disfrutamos de la camcha y los mariscos. Los trujillanos se sienten orgullosos de su ceviche. Y tienen razón. Probamos otras exquisiteces. Por fin podemos admirar en acción a los caballitos de totora, las barcas prehispánicas elaboradas con la totora, que es una especie de tule. Su utilidad se prolonga durante tres o cuatro meses. Son un espectáculo. Le regalo una monografía de Metepec al embajador e intercambiamos tarjetas con el agregado cultural. Acabamos en el Colonial (un restaurante frente al hostal Huanchaco (y al jardín municipal), un lugar rico, medio retro, acogedor, nice) Luis Hernández, Gerardo Cailloma, maestro universitario y colaborador en la Hermandad Trujillo-Metepec y la regidora “Petunia”. Crepas y capuchinos.


11 de septiembre.
Once de la mañana. Mi primera actividad literaria en la Universidad “César Vallejo”. El anfitrión es el decano de la cátedra de literatura, escritor también, Jorge Chávez (tiene nombre de aeropuerto). El presentador es Desiderio. La actividad está anunciada como “conversatorio literario”, que a mí me suena como “conservatorio funerario”. María Eugenia Leefmans, también anunciada, siempre tan pulcra y tan propia, provoca los bostezos y cabeceos de varios alumnos que no saben ni sabrán quién carajos es Sor Juana Inés de la Cruz. Discretamente Jorge Chávez me pregunta qué leeré y le digo que poemas, entonces agrega: “Ojalá sean poemas eróticos”. “En efecto, maestro, son poemas eróticos”. Empiezo presentando la monografía de Metepec, pero paso rápidamente a la lectura, con lo que el auditorio se despereza. Al final todo bien. Nos regalan una maleta con la efigie estampada de César Vallejo, ese retrato que le hizo Picasso.

A continuación lista de algunos sucesos, escenas y eventos memorables durante esa semana:

-Visita a El Brujo (complejo arqueológico hacia el norte del Trujillo, junto al mar), con Fernando como guía. (No me permiten filmar.)

-La chicha.

-Los pingüinos de El Colonial, restaurante que ya dije estrá frente al hostal Huanchaco.

-Mi entrevista en La Industria.

-Áurea me habla de su tío, don Manuel Jesús Orbegozo, una eminencia en el periodismo peruano, a quien no tengo la oportunidad de conocer.

-La presentación en la Universidad Nacional de Trujillo el viernes 15 de septiembre (¡qué paraninfo! Mi lectura de La carne, la agridulce carne con Simón Bolívar como ángel de la guarda).

-Mi discurso en el Salón Consistorial de Trujillo, con motivo de la hermandad y del aniversario del 15 de septiembre.

-El baile en una segunda visita a Canana.

-El paraíso (fuego, carne y humedad) en mi cuarto del hostal Huanchaco, aquella mañana del 17 de septiembre, antes de la visita a Chan Chan.

-Viaje a Cajamarca con Martha y Fernando (¡Uy, aquí hay tanto que contar!)

-El caldo de gallo en Chilete (un platote, con chiles rocotos, parecidos al manzano mexicano, de hecho me llevo unas semillas para mi madre).

-El cuy crocante en la entrada de Cajamarca (entré a filmar el patio y la cocina).

-Los baños del Inca, en Cajamarca.

-Un águila en Cumbemayo agitó sus alas y un zorro cruzó la carretera nocturna delante de Casagrande

(La lista es un anuncio. Pistas para elaborar una crónica en forma).

Lima, 20 de septiembre. 8:30 hrs.

Estoy en una de las salas del aeropuerto “Jorge Chávez”, en el Callao. La pila de la cámara de video se está cargando. En dos horas más estaré volando a Cusco. Aprovecho para registrar lo ocurrido en los últimos días. ¿Qué decir de mi estancia en Trujillo, Huanchaco y Cajamarca? Quizá con tres palabras pueda describir todo: Asombro, gula, amistad. No, no es posible describir. De Trujillo debo escribir una novela, ¡ja!, mínimo una crónica minuciosa. (Interrupción del diario.)


Cusco, 20 de septiembre. 23:40 hrs.

Escribo al filo de la madrugada. Estoy en el hostal Chavin, en la calle Matara, entre Ayacucho y Cruz Verde. Por la mañana, en el aeropuerto, me hicieron mierda 1,500 pesos: 110 dólares: alrededor de 350 soles. (El vuelo redondo Lima-CuscoLima: 140 dólares.) Estaba yo, pues, en la sala de embarque, con mi agenda de cuero en la mano, redactando el párrafo anterior, cuando una peruanita se acercó y me dijo: “¿Una miradita?”, Yo le eché la miradita (porque la muchacha no estaba de mal ver), pero se refería a que le cuidara una caja que ella había puesto ahí, a un lado mío. Ella fue al baño. Regresó y en seguida abordamos. Platicamos durante las pocas horas de vuelo de Lima a Cusco. Me contó su vida y yo aproveché para filmar Los Andes (¿eran los Andes?, tal vez no, pero el paisaje era escalofriante). También entré a la cabina y grabé a los pilotos (“un saludo para México”, dijeron), previa consulta con la sobrecargo. La peruana se llama Mary, cusqueña, que regresaba a Cusco luego de trabajar en Lima por un año. Me contó que su esposo estaba sin trabajo, aunque por el momento había convertido su Toyota en un taxi privado. Mary me regaló una bola de consejos para tours en su tierra: “Sobre todo no te pierdas Machu Picchu”. (¡Ay, Mary, yo vine a Perú, entre otras cosas, a conocer Machu Picchu!). Al final del aterrizaje ella llamó a su marido, Carlos, y se pusieron de acuerdo para encontrarse. (El aeropuerto, pequeño. Frase para los lectores mexicanos: “No es lo mismo estoy en el aeropuerto de Cusco, que estoy de cusco en el aeropuerto”.) Me llevaron al centro por cinco soles y me acomodaron en este hostal (barato, porque no quiero gastar tanto en hospedaje: ochenta soles cuatro días). Platicando, platicando Mary y Carlos se ofrecieron a darme un tour por diferentes puntos turísticos de Cusco por treinta soles. Me dieron un teléfono para llamarlos por si aceptaba. Ya instalado, me bañé y salí a conocer los alrededores, no sin antes encargar que me lavaran una camisa y unos calzoncillos. Me perdí deliberadamente por un buen rato, buscando el Mercado Central de San Pedro (Mary me había dado este dato para comprar mi boleto a Machu Picchu). Di con el lugar, pero me informaron que el boleto se adquiría en la estación Wancha. Fui. Tuve suerte: conseguí una salida el viernes: treinta dólares. Me perdí otro rato, hasta llegar a la Plaza de Armas. Este lugar es absolutamente colonial, impresionante, me recuerda a Taxco, algo de Puebla, por supuesto Guanajuato, pero tiene su propio carácter. La balconería de madera es una maravilla artesanal. Más tarde llamé a Mary para avisarle que aceptaba su propuesta para mañana jueves. También compré un “boleto turístico” con el que podré conocer ruinas y templos de la ciudad y la región (templo de La Compañía, templo de La Merced, Sacsayhuaman). Comí en un restaurante donde amenizaba un grupito de música andina, chavos estudiantes que lo hacían afinaditos. La carta, muy chistosa: “sustancia de carne, sustancia de pollo, sopa a la criolla, bistec montado, tallarín saltado, arroz chaufa, ceviche erótico, parihuela, caldo mata loco...”.

Al oscurecer mandé un correo electrónico a M.D. Regresé al hostal. Puse a cargar la pila. Salí nuevamente con el propósito de echarle una miradita al Cusco nocturno. Caminé hacia el rumbo de la Plaza de Armas y en esta calle de Matara me encontré con el Teatro Municipal del Cusco. Estaba anunciado un espectáculo: “4ta. Gira Mundial 2000 de los monjes tibetanos de Gaden Shartse. Por un nuevo milenio de paz mundial. Cantos sagrados del Tíbet y música ancestral inka”. Siempre me pasa: detenerme o no; hacer esto o no hacerlo. Y de eso depende la vida. Una decisión es un camino, una ruta sin regreso. Nupcias modernas entre voluntad, tiempo y azar. Y el Hubiera como un monstruo mitológico con las fauces abiertas y sangrantes. Así que me detuve en el vestíbulo del teatro y una señora muy amable me obsequió un folleto: “Presentación. Bajo el auspicio del departamento de Religión y Cultura de la Administración Central Tibetana de su S.S. el Dalai Lama, con la Coordinación Mundial de la Asociación Cultural Inkarri y la Dirección del Museo de Arte Contemporáneo de la Municipalidad del Cusco, los Monjes Tibetanos del Monasterio del Gaden Shartse realizarán actividades por un nuevo milenio de paz mundial para fomentar, reactivar y compartir el Espíritu de la Compasión Universal, la Paz Interior, la Unidad y el Encuentro de las Tradiciones Sagradas a través de ceremonias, cantos y danzas tradicionales del Tíbet y de nuestra región. Una experiencia que tu corazón nunca olvidará.”

No tenía yo hambre y la última frase, cursi, me atrapó. Olvidé el Cusco nocturno, compré un boleto, pero volví rápidamente por mi cámara. El teatro me recordó esos escenarios art decó. Los telones larguísimos, rojo sangre. El mismo color de las túnicas de los monjes, cuando finalmente aparecieron, aunque llevaban encima de las anteriores otras medias túnicas amarillas a la manera romana. (El programa estuvo dividido en dos partes y participaron, además de los monjes, el Grupo Expresión Cusco y Nación Q’eros, ejecutantes de música ancestral inca.) Un hombre llamado Juan Ruiz, director de la ONG Asociación Cultural Inkarri, dio las palabras de bienvenida –antes un maestro de ceremonias introdujo el evento muy bien. Todo lo hablado se refería a la Armonía Universal, rota por el hombre, y la necesidad de reinstaurarla, la necesidad de limpiar el alma del ser humano para que éste respete la tierra y el mundo y así generar energía necesaria para construir la paz mundial. Pero yo no estaba ahí para escuchar discursos. Había en el escenario, al fondo, un sol dorado, inca (increíblemente parecido al calendario azteca) entre cortinajes del mismo color de los telones, a un lado el retrato del Dalai Lama. Todo empezó con una “bienvenida de trompetas”. Tres monjes, el anciano a la izquierda, un joven alto al centro y otro también joven a la derecha, quien era el que soplaba la trompeta. Su aliento, a través de ese instrumento largísimo, delgado, que terminaba con forma precisamente de trompeta, producía una guturalidad musical que enchinaba los vellos. El sonido me recordaba el de la tuba. Me asombraba la manera en que el monje lograba soplar por esa trompa monumental (¿de hueso, de metal?). Ese primer “canto” de la trompeta, espiritual y críptico, era, según la explicación, para limpiar el ambiente, pero a mí me parecía el regaño impecable de un dios. (Esta apertura o rituales parecidos son realizados, antes de iniciar cualquier trabajo, por los monjes, sacerdotes, rabinos o chamanes con el propósito de “limpiar” el espacio.) El segundo “número” estuvo a cargo del Grupo Expresión. Música andina que remite a la purificación, al aspecto ecológico, al cómo estamos relacionados con nuestro entorno (efecto mariposa). En tercer término regresan los tibetanos con algo que se llama, según el programa “Choed”. El canto a tres voces es sobrecogedor. Las voces son casi inhumanas, oscuras de tan perturbadoras. Cierro los ojos y me imagino a extrañas y poderosas deidades asomando por encima de las montañas nevadas y decirnos a los hombres: “Ustedes son mortales, pasajeros, finitos..., pobrecitos ignorantes, no saben la lástima que les tenemos.”

En la segunda parte del programa vienen los indios y su música ancestral y luego la fusión con los cantos tibetanos. Todo es revelación, estremecimiento, agradecimiento por estar aquí. No sé cómo o porqué estoy aquí, pero aquí estoy. Enfrente de mí hay un gringo, también visiblemente emocionado (en el intermedio hicimos algo de plática, se llama James). Al terminar la función, aunque bajaron los telones, me introduje al escenario y me presenté con Juan Ruiz, el coordinador de todo eso. Le dije que era un escritor mexicano, le alabé el evento y hablamos de promoción cultural. Intercambiamos tarjetas de presentación. Al final le comenté: “Es verdad, esto es una experiencia que mi corazón nunca olvidará.”


Cusco, jueves 21de septiembre. Noche.

Todo el día estuve fuera. Carlos, el esposo de Mary, vino por mí a las nueve treinta. Me llevó a Sacsayhuaman, a las afueras de Cusco, un complejo de ruinas, de edificios de piedra, que es soberbio. Allí realizan un festival étnico con danzas y cantos cada año. Esto lo supe por un video que alcancé a ver. Carlos se desapareció y apareció un guía profesional, que me contó decenas de detalles e historias sobre el lugar, cosas que ahora he olvidado. Lo inolvidable es la dimensión de las piedras ensambladas en un portento geométrico que remite al misterio que envuelve al conocimiento arquitectónico de nuestros pueblos prehispánicos. De regreso al centro de Cusco Carlos y yo nos detuvimos a tomar una gaseosita. De pronto me dijo que él no admiraba a México, ni a los mariachis, ni la música, ni las películas, sino que a él lo único que le gustaba de México era el Chavo del Ocho. Qué terrible y vergonzante este imperio de Televisa. Comí chupe de camarón y trucha a la chorrillana. Por la tarde me entretuve conociendo templos, especialmente ese donde está el púlpito de San Blas, un púlpito tallado en una sola pieza. Conocí la piedra de los doce ángulos. Me tomé una “cusqueña” bien fría. Luego me topé con una manifestación. Por un lado las indias del puno “se manifestaban” a favor de Fujimori. Los espectadores las denostaban, les gritaban de todo. Entre los gritos, se alcanzaba a escuchar: “El pueblo consciente, jamás será sirviente”, “Mi conciencia no se vende”, “Abajo los ladrones”, “Las traen caminando como ganado, sin pensar...”. Y cosas así. (Por cierto, el taxista que me condujo hace días de la central de Lima al aeropuerto “Jorge Chávez” dijo estar orgulloso del “Chino” Fujimori, “porque ha sido el mejor presidente en los últimos años”. El terrorismo ha desaparecido. “Ya no se oye eso”. Y Fernando Bazán, camino a Cajamarca, señalaba las carreteras como una señal de progreso, pues antes, con Alan García, eran intransitables.)

Me la paso filmando escenas del Cusco nocturno. La Plaza de Armas está tomada por ese tipo de negocios (trattorias, snacks, etc.) para las hordas de rubios que beben desde las terrazas. El Callejón Procuradores es una muestra gastronómica internacional. Portales repletos de artesanías, textiles, talabartería, gorras, suéteres, chompas, mochilas de todo tipo. Parejas rubias mochileras que vagabundean por todas partes. Todos los autos son de marca japonesa. Cybercafés a pasto. Al fondo, un cielo azul profundo, limpísimo. Los titulares en los puestos de periódicos: “Fujimori protege a Montesinos”. Películas de Cantinflas en Frecuencia Latina. Entablo conversación con un botones del Hotel Royal Inca. Le pregunto de antros tipo table dance. “Yo conozco unas charapitas (chavas), si quieres yo te presento una, la saco para ti, yo salgo a las once... Cada que chocó con un mexicano me pide eso..., los mexicanos son bien calientes, si quieres te llevo...”. Las cartas de los restaurantes: “Anticucho de corazón, cuy al horno, chicharrón de chancho, papa a la huancaina, sopa cusqueña.”


Cusco, viernes 22 de septiembre. Once de la noche.

¿Qué decir de lo que he vivido el día de hoy? Vamos por partes: Por la mañana un desmadre para abordar el tren. Pieles morenas y rubias nos amontonamos en la entrada. Gorras incas, mochilas al hombro. Una mujer adventista (o quién sabe qué) anunciaba el fin del mundo: “Las cosas materiales pasan. Todos tenemos un Padre, es el Padre nuestro”. Montados en el tren no puede dejar de pensar en el “Guardagujas” de Arreola. El ascenso en zigzag. Observo las barriadas de Cusco. La pobreza milenaria de nuestros pueblos. En el vagón argentinos, franceses, españoles, italianos, alemanes, peruanos y ¿cuántos mexicanos?, quién sabe. Bosques de eucaliptos, riachuelos, milpas, ganado, y en una loma el anuncio de la pepsicola. Nos detuvimos en algún sitio y una tropa de vendedores asaltó el tren: humitas, plátanos, muñecos, elotes hervidos (¿choclos?). Reanudamos la marcha. El tren avanza a un lado del río Urubamba. Me entero que existe “el camino inca”, cuatro días de camino. Debe ser maravilloso hacerlo a los diecisiete años. (¡Si de Acapulco hubiera agarrado mundo!) Machu Picchu no es nada en las postales o posters. Hay que estar allí, sentir el aire, dejarse ir por el espacio, tocar las piedras. Ese lugar pertenece a otra dimensión. La cámara entre mis manos temblaba, al filmar y caminar al mismo tiempo. Imposible no pensar en Neruda y sus “Alturas de Machu Picchu”:

Entonces en la escala de la tierra he subido

entre la atroz maraña de las selvas perdidas

hasta ti, Machu Picchu.

Alta ciudad de piedras escalares,

por fin morada del que lo terrestre

no escondió en las dormidas vestiduras.

En ti, como dos líneas paralelas,

la cuna del relámpago y del hombre

se mecían en un viento de espinas.

Anduve un rato, vagando por escaleras de piedra, pasillos, terrazas, maravillado, asombrado. Las cumbres vecinas casi tocaban el vapor de las nubes. De pronto, la gran sorpresa: por allí me encontré con los monjes tibetanos, todo el grupo Inkarri, los músicos incas, y aun al gringo James (que resultó médico naturista, de San Diego, California), es decir casi todo el auditorio del teatro. El azar no existe. Juan Ruiz me saludó con una sonrisa y me invitó a participar en el trabajo que iban a realizar en ese lugar milenario, con la intención de hermanar la cultura tibetana y la cultura andina, además de orar por la paz del mundo. Eligieron una de las terrazas superiores del santuario. Así que me uní al grupo. Cuando llegamos, se produjo una atmósfera extraña, muy tranquila, como si fuésemos dueños del tiempo. Juan Ruiz, como lo había hecho en el teatro dos días antes, habló a la concurrencia: “El planeta tierra tiene dos antenas, el Himalaya y los Andes. Hace miles de años en estos lugares se desarrolló un gran cultura de hombres sabios, y en el Himalaya existe una gran cultura de hombres sabios que son los tibetanos. Queremos, aquí, en Machu Picchu, realizar este ritual, que es la primera vez que se hace de manera consciente.” En seguida el hombre (que se arrogó la función de guía-maestro de ceremonia) nos hizo formar un círculo a todos los que acompañábamos, pero puso a los cuatro tibetanos intercalados a fin de formar una”cruz”, y cada monje estaba acompañado por alguien: un español, una italiana, un gringo y un mexicano –yo– que representaríamos a la humanidad: “Hemos querido hacer una cruz, porque es un símbolo andino, pero también es un símbolo cósmico y tiene una representación material y espiritual”. El privilegio es otro nombre del asombro. Yo no sabía si estarme quieto dentro del grupo o filmar. Una neblina se empezó a formar en las cumbres cercanas. Los monjes empiezan a orar, les siguen los indios. Se oye la voz de Juan Ruiz: “Gran Señor Jesucristo, Buda, Quetzalcoatl, como te llames, que todos los seres sean felices, que todos los seres sean dichosos, que todos los seres sean en paz, te lo rogamos Gran Señor del Universo”. Por fin nos sentamos, en cuclillas. Los indios nos repartieron “gibta” (no sé qué es) una sustancia negruzca que se combina con las hojas de coca. Nos dieron un kintu de coca (son tres hojas) que representa al mundo andino y sus tres universos. Antes de masticar hicimos otra oración. Pasó el maestro quechua repartiendo más hojas, y cada que alguien recibía su ración él decía algo en su idioma, una especie de invocación. Todos probamos esa mezcla. La primera reacción es un adormecimiento en la lengua. Luego de orar devolvimos las últimas hojas y el indio viejo nos sirvió vino tinto (a falta de otro licor más adecuado a la ceremonia), del que teníamos que regar unas gotas a los cuatro puntos cardinales, y eso fue para honrar a la Pacha Mama (la Madre Tierra). “¿Cómo es que estoy aquí?”, me preguntaba en silencio. Repartieron más hojas. Empezó a lloviznar suavemente. Un peruano me dijo el nombre de las cumbres: “Wayna Picchu, San Miguelito, Machu Picchu”. Por ahí escuché el nombre de Wiracocha, una deidad inca, creo. Sin dejar de formar el círculo, elevamos un cordel con papeles de colores, que representaban a las naciones del mundo. (Se terminó la pila de la video, siempre la pila, pero una muchacha peruana que llevaba repuesto me prestó la suya, así pude terminar de filmar el ritual completo.) Los monjes hablaron, agradeciendo la experiencia y el haber compartido la cultura ancestral de Perú; el monje alto habó en inglés. El más anciano rezó, según Juan Ruiz, “para que desaparezca la ignorancia”. El gran final fueron los cantos tibetanos y la flauta quechua (¿quena?). Los profundos sonidos guturales de los monjes, la melodía del pequeño instrumento y el viento configuraban la ofrenda más terriblemente hermosa que podía ofrecerse a la Armonía Universal. Cerré los ojos y de pronto creí posible la comunión total, las nupcias perfectas entre Hombre y Naturaleza. Luego los abrí y el paisaje, impactante, recobró su realidad.

La ceremonia finalizó con fotos y risas, como un picnic que han celebrado amigos de toda la vida. Los monjes se retrataron con todos. Yo en medio del monje anciano y del joven simpático, con quien hablé un poco en un horrible inglés (mío y de él). Y no dejaba de filmar. Le pedí a un español que me grabara en compañía de los tibetanos. La reunión se deshizo. James y yo caminamos un rato juntos, me sacó fotografías, con las terrazas al fondo. Dichoso, abrí los brazos como para abarcar ese poder ancestral. Me compartió pan y más hojas de coca. Afuera del santuario, en la zona comercial, me invitó una pizza y una cusqueña. Y estábamos tan felices que casi perdemos el tren de regreso.


* El diario fue redactado originalmente durante mi visita al Perú en el mes de septiembre del año 2000, en el contexto de la Hermandad Trujullo-Metepec. Este fragmento contiene algunas modificaciones formales para efectos de publicación en la revista Clave, de Trujillo. (N. del A.)

El Niño en su Casa del Árbol de la Vida en Asturias



Impacientes, algunos versos (con adivinanzas) de esta Casa del Árbol de la Vida volaron hasta Asturias, donde fueron recibidos por los niños de la clase de Rosa Serdio en el Colegio Público Elena Sánchez Tamargo de Pola de Laviana:

El Niño en su Casa del Árbol de la Vida

México y Perú: una historia común

Plaza de Armas, Trujillo, Perú

Marco Aurelio Chavezmaya

Discurso pronunciado en el Salón Consistorial de la Municipalidad de Trujillo, Perú, el 15 de septiembre de 2000, con motivo de la celebración de la V Semana Cultural “México en Perú”, en homenaje al 190 aniversario de la Independencia de los Estados Unidos Mexicanos.

Para empezar voy a contarles un cuento: Después de crear el mundo Dios quedó agotado y sediento. Se bebió entonces un pulque muchachero que le cayó muy bien, pero la sed no desapareció. Así que le trajeron dos litros de chicha mellicera y también se los tomó. El pulque y la chicha tumbaron a Dios sobre el mundo que había creado. Al despertar, con un espantoso dolor de cabeza, todo a su alrededor le pareció feo. Decidió, pues, recrear el mundo. Puso manos a la obra. Trabajaba con las dos manos al mismo tiempo y de ellas salían montañas nevadas, ríos, cascadas, llanuras admirables, selvas llenas de vida, bosques misteriosos y cálidas playas. El nuevo paisaje resultó maravilloso y fue grato a los ojos de Dios. “¿Qué nombre le pondré a estas tierras?”, pensó. Enseguida escuchó su voz interior, sonrió y dijo: “¡Claro, se llamarán México y Perú!”.

Los peruanos y los mexicanos somos hijos del pulque y de la chicha, del tequila y del pisco; somos hijos de la historia. Del Popocatépetl al Huascarán, hay una corriente de sangre, un río de lava que nos une. Hemos sido paridos por la misma tierra americana y Palenque, Tihuanaco, Chichén Itzá, Nazca, Chan Chan, Tenochtitlán y Machu-Picchu, son vocablos diferentes para denominar el mismo espíritu ancestral de nuestros antepasados comunes. Porque yo sí creo en la verdad de un mismo origen, porque creo que en los inicios de la historia los pescadores de las costas guerrerenses y oaxaqueñas conocían también el caballito de totora, porque creo que el águila devorando la serpiente voló también por las llanuras del Perú.

México y Perú son dos espejos puestos frente a frente y ambos, sin importar la época, se reflejan y se reconocen. Así podemos afirmar que no hay en toda la América, que no hay en todo el mundo, dos países que tengan mayor derecho a llamarse hermanos que México y Perú. Desde la época precolombina nuestras particulares historias parecen haber sido escritas con la misma pluma y con la misma tinta ensangrentada, Si Cortés se llevó el oro de los aztecas, Pizarro hizo lo propio con el de los incas. Si Atahualpa fue apresado y sacrificado, a Cuauhtémoc le quemaron los pies y lo mataron. Tuvimos aquí y allá nuestra barbarie y nuestra inquisición y el único oro que los españoles nos dejaron fue el oro del idioma. En el fondo las cuentas de vidrio se las llevaron los españoles y nos legaron el tesoro del lenguaje para nombrarnos y entendernos. Y ese tesoro lo han abrillantado y enriquecido el Inca Garcilaso y Sor Juana, Ricardo Palma y Fernández de Lizardi; Santos Chocano y Amado Nervo, Mariátegui y Vasconcelos, Arguedas y Rulfo, Sabines y Vallejo.

Discurso salón consistorial, Trujillo

Las afinidades históricas y los paralelismos implican, lo sabemos todos, lo mismo el clima, que la cultura, la gastronomía que la política. Allá y acá padecimos el imperio prepotente de la corona española, pero asimismo acá y allá promovimos la emancipación y la independencia. Padecimos guerras intestinas, luchas fraticidas, desórdenes y dictaduras, y frente a todo esto procuramos la legalidad y las constituciones que nos permitieran la creación de mejores escenarios para vivir. México y Perú han sido víctimas de una catastrófica mezcla de imperialismo extranjero y corrupción interna. Pero aquí estamos, de pie, parados en el umbral del siglo XXI. Perú y México no somos proyectos de país. Somos realidades que se fraguan día tras día. Como pueblos hermanos compartimos raíces y recuerdos, sueños e ilusiones. Pero compartimos, sobre todo, la conciencia del presente. ¿Somos pueblos aún en desarrollo o países en vías de retroceso? ¿Somos pueblos al mismo tiempo, modernos y miserables? No lo sé. O tal vez sí lo sé, pero me duele reconocerlo.
Aunque también es verdad que hay pueblos abrumados por su historia y otros que la llevan a cuestas con honor y dignidad. Los pueblos peruano y mexicano pertenecen a éstos últimos. Para naciones como las nuestras, forjadas por el genio y la grandeza de nuestros mejores hombres y mujeres, el pasado no es, no puede ser, fuente de culpas sino de enseñanzas. El pasado existe, pues, para ilustrarnos. El futuro, en cambio, no existe. Sólo somos dueños del presente. ¿Cómo apreciar las lecciones del ayer ahora que somos contemporáneos de la intolerancia, de la globalización, del desastre ecológico, de las farsas políticas, de la bancarrota económica? La tradición y la modernidad no deben ser antagónicas, por el contrario, deben conformarse en unidad indisoluble para fortalecer nuestros procesos de desarrollo. Conocer la historia, apreciar la herencia del pasado, no representa nada si no añadimos a ello el compromiso de ser mejores ciudadanos peruanos y mexicanos, si no añadimos el compromiso de transformar la identidad en algo más tangible y más real.

Hermanarse es nutrirse de la misma sangre, pero no olvidemos que las palabras bonitas se las lleva el viento y solo las buenas acciones quedan. Como peruanos y mexicanos atrevámonos a ser hermanos, pero no hermanos como Caín y Abel. Atrevámonos a exigir gobiernos que conciban el ejercicio del poder como el privilegio de representar los intereses comunes. Atrevámonos a derramar nuestra sangre, pero la sangre de la cultura, del esfuerzo, de la cooperación, de la fraternidad.

Para el Perú sincero que nos da su mano franca, México ofrenda su estampa tricolor donde el águila paró. Decía José Martí que solo hay una cosa comparable al placer de hallar un amigo y es el dolor de perderlo. Los mexicanos no queremos perder a los peruanos, (trujillanos, limeños, huanchaqueros). Y puesto que en México no creemos en el amor de lejos, por eso estamos aquí, cerquita: corazón con corazón.
Anudemos de una manera tranquila y armoniosa nuestros nacionalismos. Somos la misma tierra. Me llamó Perú con “p” de patria, con “p” de pata, con “p” de pisco, con “p” de pasión, poder y pensamiento. Me llamo México con “m” de mano, manito, mar, maravilla y Metepec. Y si Dios a la gloria le cambió de nombre y le puso Perú, a México también le dijo la gloria eres tú.

Lectura Universidad Nacional, Trujillo


Como dijo el Benemérito: La historia nos juzgará. Así pues, atrevámonos a cumplir el papel que nos corresponde, el papel que merecemos. Por todo lo que hemos sido en el pasado, por todo lo que somos ahora, por todo lo que podemos ser en el futuro, atrevámonos a subir al escenario, atrevámonos a ser los mejores protagonistas, los mejores actores en el teatro de nuestro tiempo.

¡Que viva el Perú!

¡Que viva México!



Un colibrí y un instante para María Wernicke

María Wernicke

... y su colibrí


Para María Wernicke

Las holas del viento
son corazones
de campanas
y los colibríes
en las ramas
no son risas
de flores
sino adioses
del tiempo.

(Marco Aurelio Chavezmaya)

Explotar la belleza formal de la escritura y comunicar

Con su padre y su hijo mayor

Fuente: Conaculta

7 diciembre 2009

***El ganador del Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2009 comparte algunas reflexiones sobre su oficio


Con orgullo se asume como un artista autodidacta. No pasó por aula alguna de formación artística. Sin embargo, no le hizo falta. Tan sólo su fervor y pasión por el arte hicieron de Marco Aurelio Chavezmaya (Metepec, Estado de México) un artista en todas la extensión de la palabra, especialmente, un digno exponente de las letras mexiquenses.

Fue justamente por la calidad de su pluma que recientemente fue merecedor del Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2009, impulsado por la Fundación de las Letras Mexicanas en colaboración con el Fondo de Cultura Económica, sello editorial bajo el cual se publicará la obra que le valió esta distinción: El niño en su casa del Árbol de la vida.

En entrevista desde su lugar de origen, el maestro Chavezmaya abre el baúl de los recuerdos para compartir los orígenes de su amor por la literatura, cuando tenía cerca de cuatro años de edad, así como las aspiraciones que busca como artista y escritor.

“Nace de esos momentos en que mi padre nos contaba cuentos por las noches. Cuentos que él inventaba y sacaba seguramente de su acervo entre Las mil y una noches y los cuentos que traía de su propia infancia. Aunque no había libros en la casa había una costumbre por la narración nocturna de cuentos, que fue un germen muy importante para mí”.

Asimismo, el hecho de que su madre le haya enseñado a escribir desde los cinco años de edad contribuyó a que el escritor mexiquense se acercara a los volúmenes que en ese entonces tenía a su alcance y que eran los libros de texto gratuitos.

-¿Cuándo fue la primera vez que tuvo en sus manos un libro y cuál fue?-

“Fue precisamente el de Genoveva de Brabante, del reverendo Schmid, una novelita que por cierto nunca he vuelto a encontrar. Preguntando por ella descubro que pocos amigos la conocen. La trama está ubicada en la época medieval europea. Fue la primera historia que leí en mi vida, tenía como ocho años, pero antes ya había leído mucha poesía”.

Poco a poco, los libros comenzaron a llegar a la vida de Chavezmaya, y no a través de bibliotecas, porque eran espacios lejanos a la vida de Metepec en los años sesenta. Los empezó a conocer a través de enciclopedias estudiantiles, que le permitieron acercarse a las grandes plumas universales. También un apartado cultural en Excélsior resultó para él una valiosa ventana literaria mundial.

-¿En qué momento decide ser escritor?-

“Hubo una suerte de toma de conciencia a los 20 o 21 años. Después de andar académicamente dando tumbos, me dije que yo era un artista, de hecho así me considero hasta la fecha. Claro que la vocación literaria es dominante en este momento, pero me gusta mucho la parte plástica que es una faceta todavía privada pero que es importante para mí”.

Como el literato lo señala, el oficio de escritor es el que le está dando grandes satisfacciones, pero Chavezmaya señala que tiene gusto por otras artes, como la música. Y es que si bien, su padre es herrero, su familia tiene un pasado musical.

Al preguntarle cuáles son los retos que asume como artista, señala que hoy más que nunca está convencido de buscar y explotar la belleza de cualquier manifestación artística. En el caso de la literatura señala lo siguiente:

“En la cuestión de la narrativa pretendo escribir historias que conmuevan, estremezcan, que digan mucho del México que yo viví y he vivido, del México que he imaginado. Historias que contribuyan, que se enlacen a una tradición narrativa de escritores mexicanos. Por lo que respecta a la poesía quiero darle cauce a un espíritu siempre rebelde, políticamente incorrecto, porque en la poesía debes ser así. Hacer dudar siempre, estar preguntando qué es la vida, el amor, la muerte, etcétera. Lo que quiero plasmar en el papel en blanco es por un lado la belleza formal de la escritura, y por el otro, provocar estimular”.

Sin lugar a dudas Chavezmaya aspira a trascender como escritor, tanto en nuestro país como en el extranjero, pero señala que no le gustaría que lo encasillaran en un solo género literario, pues es un hombre que se ha atrevido a incurrir en todos, excepto el ensayo.

En ese reconocimiento que busca contribuirá en gran medida ser el ganador del Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2009, que para Chavezmaya representa un antes y después en su vida profesional.

-¿Cómo lograr escribir una poesía que llegue al sector infantil?-

“He escrito poesía, pero cuando empecé a escribir los versos de El niño en su casa del Árbol de la vida caí en la trampa en la que muchos autores seguramente caen, que es pensar que la poesía para niños es fácil cuando resulta todo lo contrario. Es mucho más difícil que la poesía para adultos porque la aparente sencillez que debe contener la poesía para niños es complicada de conseguir. El desafío fue entonces alcanza esa sencillez, el decir las cosas más trascendentes de la vida con simpleza”.

Para conseguirlo Chavezmaya se inspiró en una frase célebre del bardo Fernando Pessoa que dice “El niño eterno me acompaña siempre” pero no para pensar como un infante, sino regresar al pasado y tratar de recordar lo vivido en esa época.

El literato mexiquense se muestra más que entusiasmado con el futuro inmediato. Está planeando la posible publicación de cuentos para niños, un género literario que ha practicado con gran ahínco. También espera sacar a la luz una novela que la ha tenido guardada durante mucho tiempo.

Por el momento, seguirá sumergido en el sublime ejercicio de la pluma, ya que el estímulo económico que recibió por este premio le permite tener una tranquilidad necesaria para la creación.


GJB México / Distrito Federal

Marco Aurelio Chavezmaya: referencia curricular

En Machu Pichu en 2000

Marco Aurelio Chavezmaya nació el 7 de agosto de 1960 en Metepec, Estado de México. Es narrador y poeta. Entre sus reconocimientos pueden citarse: doble becario del Centro Toluqueño de Escritores, en 1983 y 1995; Presea Estado de México Sor Juana Inés de la Cruz, en Lingüística y Literatura en 1985; becario del Instituto Nacional de Bellas Artes en 1986; Premio Estatal de Narrativa en 1986; Presea Metepec en Ciencia y Cultura, 1993; triple becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes del Estado de México; Premio Nacional de Poesía “Ivan Suárez Caamal”, Campeche, 2004; Premio Nacional de Poesía “Gilberto Owen Estrada”, UAEM, 2005; Premio Nacional de Cuento “Gregorio Torres Quintero”, Colima, 2008; Premio Nacional de Poesía, Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro, 2008; y Premio Nacional de Cuento Breve “Agustín Monsreal”, Yucatán, 2009. En diciembre pasado le fue adjudicado el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños, 2009, convocado por la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fondo de Cultura Económica, gracias a su libro El Niño en su casa del árbol de la vida, el cual será publicado por el FCE en este 2010.

Ha publicado los siguientes libros: Los amorosos (cuento), 1984, Centro Toluqueño de Escritores; Aquí habita la felicidad (cuento) 1987, UAEM; El león duerme esta noche (cuento) 1992, Instituto Mexiquense de Cultura; Memorias sensuales de Erot Méliés (noveleta), 1996, Centro Toluqueño de Escritores; La carne, la agridulce carne (textos eróticos) edición de autor, 2000; Letras sencillas de amor y desamor (poesía), 2005, UAEM; y Estética Unisex (cuento), gobierno de Colima, 2009.

Como escritor oriundo de Metepec ha desarrollado desde 1994 una labor de rescate y divulgación del patrimonio cultural de su municipio. De esa labor destacan las siguientes publicaciones: Soy de Metepec, señores, y no vengo a presumir, recopilación de corridos y poemas, 1994, edición del Ayuntamiento de Metepec; Historia de la alfarería en Metepec, 1997, coedición Ayuntamiento-IMC; Metepec, pueblo viejo, colección de postales, 1997, Ayuntamiento de Metepec; La Tlanchana, la sirena de Metepec, 1997, Ayuntamiento de Metepec; Un pueblo como son todos los pueblos, Dirección de Culturas Populares, CONACULTA, 1998; Metepec el grande, recopilación de artículos, 1998, edición de autor; Metepec 2000, monografía, edición del Ayuntamiento; Leyendas de Metepec, 2003, edición de autor, y Voces de Metepec, la palabra y la memoria de un pueblo viejo, disco compacto, PACMYC, 2003.

Fue coordinador editorial de la revista Castálida del Instituto Mexiquense de Cultura. Ha publicado en las revistas La Colmena de la Universidad Autónoma del Estado de México; Norte-Sur; Cuadernos Políticos; Zonalta; en el periódico La Industria, de Trujillo, Perú. Ha sido antologado en los volúmenes Aves nocturnas, ediciones TunAstral; Para tu exclusivo placer, de Arturo Trejo Villafuerte, ediciones Molino de Letras; y en el volumen Los mil y un insomnios, Antología del Festival del Cuento Brevísimo del Centro Toluqueño de Escritores.

En el contexto de la Hermandad Cultural Trujillo, Perú - Metepec, México, ha participado en los festivales correspondientes a los años 2000 y 2008, y ofrecido recitales literarios en universidades y centros culturales de las ciudades peruanas de Lima, Trujillo y Huanchaco. En 2004 representó a México en el XII Congreso Internacional de Poesía en Bento Goncalvez, Río Grande do Sul, Brasil.

Mi Diccionario



Mi Diccionario

Para María García Esperón


Agua: leche de la tierra.

Beso: canto consumado.

Canto: beso anticipado.

Chile: flama verdulera.

Día: explosión de girasoles.

Escuela: hojas de colores.

Fuego: tiempo en llama viva.

Guitarra: muchacha enamorada.

Higo: hijo de la higuera.

Incendio: voraz enredadera.

Juego: oficio de los niños.

Kiosco: ombligo de la plaza.

Libro: árbol de palabras.

Llanto: tormenta de los ojos.

Madre: pan y cueva.

Nopal: aplauso con espinas.

Ñ: niña enfurruñada.

Oro: sueño del plomo.

Poema: oro del idioma.

Queso: poema de la vaca.

Radio: amigo del abuelo.

Sonrisa: mazorca tierna.

Tiempo: fuego que calcina.

uva: gota de vino.

Vida: sangre en subibaja.

W: corona de princesa.

Xochimilco: trajín de trajineras.

Y: copa consumida.

Zapato: rana de cuero.

Marco Aurelio Chavezmaya

Dos retratos


Retrato como Gandalf


Autorretrato con barba

(Fragmento)

Nací con las lluvias de agosto, bajo el signo del León. Fui educado en la escuela de la anemia, la lascivia y el silencio. Soy equilibrista y libre pensador, soñador profesional y anarquista de tendencia moderada herrero como mi padre y música como mis abuelos. ¿Soy un personaje de brocha gorda o un pincel de Van Gogh? No lo sé. Escribano de mis propias tentaciones, creo que el pecado es la condición natural del hombre. Bebedor de trago largo y conversado, prefiero la cálida embriaguez a la falsa sonrisa de los sobrios. Caballero de la Orden de la Garañona y del Tlachicol. Soy un dandy dueño de sus ojos y de su rumbo. Las luciérnagas de la vida anidan en mis canas, que son de ganas soberanas. Me tuteo con Dios y el lodo no me es ajeno. Marginal, solitario, estratega de la lentitud, disoluto, cínico, la imaginación sin horarios es la divisa en mi escudo de armas. No pido nada sino algunas monedas para escuchar en la sinfonola Amor perdido y Todavía no me muero.

No soporto el plástico ni los objetos desechables. Me gusta el tango y el amor a media luz. Las mujeres son la razón de mi existir. ¡Oh Flaco de Oro! Antes que llamarada de petate, soy una fiel presencia en las sombras. Mi sangre baila al ritmo que le tocan mis deseos. Soy jarrito de Metepec. Soy el hijo de mi madre doña Guty, señora de su casa y de su templo, y uno de los diecinueve hijos de mi padre don Melitón, herrero entre todos el primero. Soy lector del aire, coleccionista de granizo, fotógrafo de melancolías.

Soy un sueño que se mira en el espejo. Y lo mejor de mi vida, como decía Julio Torri, es que no tengo que halagar a nadie para ganar mi pan.

De orlando Granda a Chavezmaya desde Barranco, Perú

Orlando Granda

En muchas de tus líneas me reconozco.

Como tú, en mi infancia y adolescencia fui callado, tímido, extremadamente retraído, pasaba por tonto: alguna vez me lo dijeron, otras veces con la mirada me recriminaban mi torpeza para ciertas cosas prácticas, pero eso sí, siempre fui muy observador (quiero pensar que era, poniéndome medio solemne, como alguna vez dijo Stendhal: "Un observador del corazón humano"), vivía, en gran medida, aplicando los recursos de mi imaginación fabuladora y así... sobreviví.

Tal vez era, como tú dices, el tener conciencia de todo aquello que los otros niños y jóvenes ni siquiera sospechaban, tal vez era eso y esa conciencia nos afina la sensibilidad y te torna en un "Pararrayos celeste" (como escribió el maestro Rubén Darío) y acumulas "materiales" que te permitirán "construir" el cuerpo del poema (o poemas).

Apenas te he leído unos pocos poemas, mas lo poco que he leído, bella, muy bella tu poesía, sabia, producto de un espíritu observador, minucioso, detallista.

Algo que me sorprendió es la coincidencia (aunque nuestra querida amiga María dice que no hay coincidencias) de nuestros abuelos, en tu caso paterno, en el mío materno. Mi abuelo también era músico, un músico andino, un haravicu (poeta popular o juglar inca, si cabe el término), eximio guitarrista de huaynos cusqueños, mi querido abuelo Julio músico y sombrerero allá en Lucre, pueblecito muy cercano a ruinas incas y más cercano a ruinas de otra cultura más antigua, la de los huaris.

No olvido la casa de mis abuelos cusqueños, casa grande, su patio inmenso, sus escaleras y barandas de madera desde donde vi por primera vez rayos y relámpagos y asustado escuchaba cómo los truenos ingresaban en mí como a una casa deshabitada, inolvidable el río que pasaba a pocos metros de su puerta y que se podía (y puede) cruzar por un puentecito colonial de piedra y que es uno de los orgullos de Lucre, a pesar de su tamaño liliputiense, el horno donde se hacían las chutas (panes cusqueños) y la cocina donde mi abuela Belén preparaba con maestría de ángel terráqueo deliciosos platos aromáticos, coloridos, el huerto pequeño pero infinito donde encontrabas árboles que alegraban el cielo con sus melocotones y capulíes y cantos de pájaros inmortales, y en el suelo perejiles, culantros (cilantro), hierbabuena, ajíes (chiles) de todos los colores y tamaños, caiguas diminutas y amenazadoras con el disparo de sus pepas, frutillas (fresas salvajes), romero, orégano, retamas y todo lo que tu imaginación quisiera encontrar, incluso plantas carnívoras.

Sí, tienes razón, todo ello fluye como un río y nos enriquece, nos brinda experiencias, todo ello fluye o lo "mamamos en la leche materna" (como escribió el Inca Garcilaso de la Vega).

Un abrazo a la distancia y muy complacido de haber leído tus palabras y descubrir tu poesía.

ORLANDO GRANDA

Marco Aurelio Chavezmaya: la piel y la memoria

Chavezmaya en 1996


Marco Aurelio Chavezmaya es un poeta. Nada más. Nada menos. Es hombre de palabra clara, del silencio dueño. Ganó el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2009, que le fue entregado en una solemne y emotiva ceremonia el 3 de diciembre en el Castillo de Chapultepec. Esa mañana de triunfo, esa jornada auroral ha estado precedida de otras auroras, de otros premios, de otras palabras. Poesía, siempre. Como la que en espiral se eleva en esta conversación que sostuvimos durante los últimos días de 2009 y los primeros de 2010
(María García Esperón).


¿Qué piensa "el niño eterno que te acompaña siempre" del Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños que has obtenido?

El niño eterno no se la cree todavía. Ese niño que odiaba los nopales navegantes y escribía su nombre con sopa de letras, que cargaba su silencio y su anemia como un trofeo, que entraba a las cuevas del cerro de su pueblo a tocar las barbas del diablo, que se robaba los ciruelos amarillos del huerto vecino y se empachaba de capulines rojos, que jugaba trompo, balero y canicas, ese niño me mira con cierta desconfianza, con azoro, y desde el fondo del alma parece reclamarme un poco el haber revelado algo que sólo a nosotros, él y yo, concernía: la agridulce sustancia de la intimidad y la memoria. Pero claro que, por otra parte, el niño está feliz pues como a casi cualquier niño, a éste también le fascina salir al balcón y mirar la mañana y ver el desfile de la vida por la calle. ¿Qué quieres que te diga? El niño me sonríe, socarrón, desde el fondo del espejo.


Siempre fui un niño de huertos

¿En qué momento de tu vida comprendiste que eres poeta?

La respuesta será larga porque la pregunta lo merece. El título de poeta es uno de los más difíciles de alcanzar. La Universidad de la Vida es la única en el mundo que ofrece esa carrera. Y yo estoy empezando apenas. Hacen falta cursar y aprobar incontables materias. La mayoría deserta. Voy a citarte las palabras (que de seguro conoces) de uno de los egresados más emblemáticos, Rainer María Rilke, quien escribió:

“Para escribir un solo verso se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Pues los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen siempre demasiado pronto), son experiencias.

Para escribir un solo verso, es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las flores al abrirse por la mañana.

Es necesario poder pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros inesperados, en despedidas que hace tiempo se veían llegar; en días de infancia cuyo misterio no está aclarado aún; en enfermedades de infancia que comienzan tan singularmente, con tan profundas y graves transformaciones; en días pasados en habitaciones tranquilas y recogidas, en mañanas al borde del mar, en la mar misma, en mares, en noches de viaje que volaban muy alto y temblaban con todas las estrellas... y no es suficiente incluso saber pensar en todo esto.

Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a otra; de gritos de parturientas, y de leves, blancas, durmientes recién paridas, que se cierran.

Es necesario aún haber permanecido sentado junto a los muertos, en la habitación, con la ventana abierta y los ruidos que llegan a golpes.

Con mis hermanos Tomás y Ernesto


Y tampoco basta con tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues los recuerdos mismos no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos, se eleve la primera palabra de un verso.”

¿Conseguir algunos versos válidos, lograr edificar un pequeño buen poema, eso me hace poeta? No lo sé. Lo que puedo decirte es que he aprendido con los años a enfrentar con mayor honradez la escritura. Antes era demasiado espontáneo, demasiado irresponsable, y daba a la luz textos descuidados. Ya no lo hago. Me guían los versos del poema “Invocación” de mi amigo y hermano Efraín Bartolomé, te lo cito completo porque vale la pena:

Lengua de mis abuelos habla por mí

No me dejes mentir
No me permitas nunca ofrecer gato por liebre
sobre los movimientos de mi sangre
sobre las variaciones de mi corazón

En ti confío
En tu sabiduría pulida por el tiempo
como el oro en pepita bajo el agua paciente del claro río

Permíteme dudar para creer:
permíteme encender unas palabras para caminar de noche

No me dejes hablar de lo que no he mirado
de lo que no he tocado con los ojos del alma
de lo que no he vivido
de lo que no he palpado
de lo que no he mordido
No permitas que salga por mi boca o mis dedos una música falsa
una música que no haya venido por el aire hasta tocar mi oreja
una música que antes no haya tañido
el arpa ciega de mi corazón
No me dejes zumbar en el vacío
como los abejorros ante el vidrio nocturno
No me dejes callar cuando sienta el peligro
o cuando encuentre oro
Nunca un verso permíteme insistir
que no haya despepitado
la almeja oscura de mi corazón
Habla por mí lengua de mis abuelos
Madre y mujer
No me dejes faltarte
No me dejes mentir
No me dejes caer
No me dejes
No.


Dime, María, ¿qué más puedo responder después de eso?

Nada más. Sólo un bello silencio. Por favor, describe tu vivencia al terminar de escribir El niño en su casa del árbol de la vida.

Al terminar el poemario advertí que había estado trabajando en él durante de cinco años. La vivencia más clara entonces fue la satisfacción, el placer de haber logrado un poemario redondo y a mi gusto. Entendí que detrás de esa poda realizada a lo largo de los meses y los años había una voluntad de alcanzar la belleza de lo bien hecho, pues de las primeras versiones a las últimas hubo numerosas y fecundas correcciones. Si me preguntaras cuál es una de mis aspiraciones como escritor, te diría que es lograr la belleza que guarda todo oficio para quien sabe respetarlo. Eso también lo aprendí de mis padres y abuelos: el placentero deber de esforzarse por hacer un buen trabajo.

Con Luis Nishizawa

¿Escribirás más poesía para niños?

Sí, si Dios da licencia (como decían los señores de antes) seguiré escribiendo poemas para niños, igual que seguiré escribiendo cuentos para niños, cuentos eróticos para señoritas, cuentos y novelas para todas las edades, crónicas para rebeldes, discursos para vivir… Tengo proyectos literarios muy específicos, pero ello no impide que de pronto brinquen los renglones, adscritos a cierto género que no esté considerado ese día en el programa. Las palabras de un poema (o de un cuento, o de una novela) no piden permiso, no tienen respeto a los proyectos y programas, por muy disciplinados que éstos sean. La verdad es que no sé qué escribiré el día de mañana. ¿Quién sabe lo que espera a nuestros huesos, María? La única certidumbre es que seguiré escribiendo.

Con el pintor Daniel Báez

Tal vez lo que nuestros huesos se merezcan, Marco Aurelio. Y dime ¿cuáles son los ríos -literarios y vitales- que fueron a desembocar en tu poemario ganador?

Para darte una respuesta tendría que contarte mi vida. Ya mencioné la intimidad y la memoria de mi propia infancia. A partir de ellas puedo destacar tres ríos esenciales que han nutrido de alguna manera esta obra. Uno es la tradición oral, desglosada en todas esas historias, rondas, adivinanzas, retahílas, coplas, trabalenguas, poemitas, epigramas, dichos, que leí o escuché de niño-adolescente; otro caudal serían los poemas del Declamador sin maestro, o Cien poesías escogidas, esos libritos en edición popular que no faltaban en nuestras casas. ¿Cuántas veces repasé sus páginas? Conservó intactos en la memoria incontables versos: “Quiero morir cuando decline el día, / en altamar y con la cara al cielo; / donde parezca un sueño la agonía, / y el alma, un ave que remonta el vuelo.”; “En torno de una mesa de cantina, / una noche de invierno, / regocijadamente departían seis alegres bohemios.”; “Y que yo me la llevé al río/ creyendo que era mozuela, / pero tenía marido…”; “Tabernero, voy de paso/ dame un vaso de tu vino/ que me quiero emborrachar/ para olvidar este cruel destino/ que me hiere sin cesar…”; “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis...”. Naturalmente, uno de los clímax de esas lecturas era aquel Nocturno del vate malogrado Manuel Acuña:

Pues bien, yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto,
y al grito que te imploro
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión…



Por mis ojos desfilaban los Gutiérrez Nájera, Diáz Mirón, Amado Nervo, Pablo Neruda, García Lorca, Juan de Dios Peza, Paul Geraldy, López Velarde, como si fuera la alineación de un equipo de futbol. Muchos de los poemas no eran propios para un niño, ¿pero quién, en esa época, se arrogaba el derecho de juzgar o de decidir qué se podía leer y qué no? Mi padre, en su taller de herrería, en tardes de bohemia, nos ponía a recitar a mi hermano y a mí. Y heme ahí, subido en una silla, recitando a Luis G. Urbina: “Era un cautivo beso enamorado/ de una mano de nieve, que tenía/ la apariencia de un lirio desmayado/ y el palpitar de un ave en la agonía...”

Un tercer río muy importante en mi escritura es la tradición musical del cancionero popular que escuché gracias a mi padre y a mi abuelo. Mi abuelo paterno, Tomás Chávez, fue un gran músico de pueblo que aprendió desde niño el arte, sabía leer nota y tocó la trompeta, el trombón, el violín, en la orquesta fundada por mi bisabuelo. Muchas veces gocé en las fiestas familiares al verlo tocar en su violín aquellos valses mexicanos famosos, como Tristes jardines, Alejandra, Sobre las Olas… Mi padre, aunque no siguió el oficio en la práctica, fue y es un apasionado melómano; gracias a él supe desde muy niño de los Churumbeles de España, Los Bocheros, Lola Flores; supe de Agustín Lara, Toña la Negra, Jorge Negrete, Lupita Palomera, Lucha Reyes, Daniel Santos, el Trío Tariacuri, y de algunos “raros” como Carmen Delia Depini, El Trío Cantarrecio, José Agustín Ramírez.

Ahora pienso que esos tres ríos, con su bagaje melódico y literario, me dotaron de un ritmo para versificar, y entiendo que de algún modo aprendí también en ese acervo a comunicar el sentimiento de manera más sencilla. En todo caso, esas serían las fuentes de la que se ha nutrido mi poemario. Habría una cuarta, que corresponde a los sueños, pero esa nos llevaría hacia el mar infinito.


¿Escribes desde la mente o desde el corazón o desde ambos?

Quiero responderte con unas palabras de Juan Domingo Argüelles, extraídas de un artículo que escribió a propósito de la poesía de Efraín: “¿Para qué escribir si no se pone en el poema `la piel y la memoria´? ¿Para qué llenar páginas y páginas si en éstas no palpitan la `tibia soledad´, `el peso del silencio, la claridad, el temblor frío de la inquietud, la tempestad de la alegría´? ¿Para qué escribir, en fin, si la palabra no recupera su poder de nombrar y de hacer sentir las emociones y los sueños `del corazón del hombre´?”.

Eso con respecto a la poesía.

En cuanto a la narrativa, escribo desde el corazón, pero con la mente asomada por arriba del hombro. A mí me parece que la escritura, y todo arte, es el resultado del equilibrio perfecto entre razón y sentimiento. Todo esto tiene que ver (y tú lo sabes muy bien) con la buena armonía entre esa parejita famosa de forma y fondo. Hay escrituras muy bonitas donde no habita nadie, y hay otras que son puro corazón, corazón desbocado, en las que es evidente la escasa presencia de una herramienta, o mejor, de una técnica que dote de las mejores vestiduras a la sangre. Hay que saber encuadernar la entraña, para que la entraña no parezca rastro –o carnicería– sino arte verdadero.

¿Crees que la poesía, el hecho poético, puede transformar el mundo?

No sólo lo creo, sino que estoy convencido. Basta con recordar aquello que millones de personas repiten sin saber bien a bien el peso de lo que están diciendo: “Una palabra tuya bastará para sanarme…”. Una palabra es suficiente para incendiar el corazón de los hombres y llevarlos a la guerra, y también otra palabra es capaz de provocar el fuego del amor. Es dramático y prodigioso el ramillete de sentidos que cada palabra conlleva. La pluma es más letal que la espada, lo sabemos. Y la poesía, que es vida y también lenguaje, vivifica, transforma, ennoblece. Si los criminales que pueblan hoy nuestras ciudades y pueblos hubiesen leído poemas en sus infancias perdidas, o alguien los hubiese acercado más al milagro poético, acaso este país no estaría en las condiciones de podredumbre espiritual en las que se encuentra.

De toda la poesía que has leído y hecho tuya, ¿tienes algún poema o verso favorito?

Ya mencioné algunos versos líneas arriba, aunque todos ellos corresponden a una época muy precisa de mi vida, estacionada en la añoranza. Actualmente hay por supuesto otras preferencias, en mi formación lectora han aparecido ídolos, referencias, esas figuras cuya voz se convierte en fuente de autoridad y belleza. Pienso en Saint-John Perse, a quien admiro y leo con infantil idolatría, pero si me preguntas qué verso me gusta de él, no sabría responderte, pues me fascina el conjunto, el peso absoluto de una obra deslumbrante. En cambio, sí puedo citarte esos versos de Quevedo, con que finaliza su Amor constante más allá de la muerte, “…Serán ceniza, mas tendrá sentido; / Polvo serán, mas polvo enamorado.”, que yo creo que tendrían que ser el epitafio para la doliente humanidad que somos. De José Carlos Becerra, otro poeta muerto en la flor de su pasión, me gusta mucho un poema, Cosas dispuestas, que propone en su inicio: “Cada palabra es un sitio para mirarte, / cada palabra es una boca para acercarme a ti…”. ¿No te parece, María, que estas líneas son, o podrían ser, una declaración de amor a la propia Poesía? De Jaime Sabines, otra voz entrañable, hay numerosos versos que me tocan profundamente, como “Los amorosos callan./ El amor es el silencio más fino, / el más tembloroso, el más insoportable…”. ¿Cómo no le pueden gustar estos versos a quien ha sido un individuo silencioso? Otro par de líneas de Jaime: “El diablo y yo nos entendemos/ como dos viejos amigos…”, me hubiese gustado escribirlas. Ah, y hay algo de Joaquín Sabina que me encanta (y tal vez a ti te encante también): “Vivo en el número siete, calle melancolía”. En fin, creo que todo lo que te he citado va dibujando mi perfil de manera irrevocable, ¿no?


Con Joaquín Díez Canedo

¿Cómo fue el encuentro con tu niño interior, el que como tú y como yo nació un 7 de agosto?

En la infancia me rodeó la triste fama de ser un niño callado y muy tímido, un poco torpe. En la escuela hablaba poco, ¿pero de qué iba a hablar con mis condiscípulos de la primaria si ellos no sabían nada de todo ese universo que yo leía, que yo escuchaba, que yo soñaba? Ahora se habla de lento aprendizaje, de autismo, y hay abundante ciencia alrededor de la conducta infantil, pero en mi época en que fui niño ser callado estaba más próximo a ser tonto. Así que el niño que fui creció con el estigma de ser tonto, pero ésta era una consideración que funcionaba para los demás, pues yo nunca me consideré así, al contrario, con frecuencia me sentía un ser adulto metido en el pellejo de un niño; por eso hay un poema en mi libro que dice:

A veces pienso en cosas
que nunca he visto
y extraño una vida
que no he vivido.
Y me asusto.
A veces siento
que soy más viejo
que mi abuelo,
y que este cuerpo de niño
no es el mío.

A veces creo que soy el gato,
que mira con su ojos verdes
el corazón de un gran misterio
.


Me preguntas por el encuentro con mi niño interior, pero no ha habido tal encuentro porque jamás, en todos mis años de vida, me he separado de ese niño. Efraín Bartolomé dice: "Ahora el niño se borra. Se desvanece en la neblina. Pero no ha muerto: acaba de nacer. Desde hoy vagará en callejones internos como en un laberinto. En las callejas profundas de mí mismo". En mí el niño siempre fue una presencia que correteó a sus anchas por sus callejuelas, sin morir, sin renacer, siempre atento, siempre vivo. No sé qué más decirte.

Tengo curiosidad, ¿a qué te sabe Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños que has obtenido?

Me sabe a piloncillo, a ponche de diciembre, a amistad, a revelación, a compromiso. Después de veintisiete años de mi primer cuento publicado, creo que apenas ahora estoy por fin iniciando una carrera, y lo hago con pasos sólidos, por lo menos ésta es mi certidumbre.



Con Efraín Bartolomé

Del Diccionario de Marco Aurelio Chavezmaya

Poesía: Madre

Niño: Raíz

Árbol: Hombre

Casa: Fuego

Vida: Sangre

Discurso al recibir el Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2009

Con Francisco Hinojosa, miembro del Jurado

Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños, 2009

(Fundación para las Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica)

Señores del presidium: En algunos de los correos electrónicos que envié para invitar a mis amigos y familiares a este acto, les decía que, como parte del programa y luego de este breve mensaje y la lectura de algunos poemas (y dada la alegría que implica este galardón), yo me envolvería en nuestra bandera tricolor y me arrojaría al vacío desde una torre del Castillo, como hace muchos años hizo Juan Escutia.

Bueno, les anuncio que no lo haré (todavía tengo mucho que escribir), lo que sí haré será envolverme en la bandera de la nostalgia para empezar a contar a ustedes un poco quién soy y qué es este libro llamado El niño en su casa del árbol de la vida.

Muchas veces, en el pasado, me pregunté cómo fui a salir escritor en un ambiente con una escasa tradición literaria. Soy bisnieto y nieto de músicos, mi padre es orgullosamente herrero, oficio que también aprendí en la infancia y adolescencia. Mi abuelo materno fue taumaturgo y zapatero remendón, y su hijo, mi tío, era pintor aficionado. En mi casa de Metepec, donde nací y viví hasta los 17 años, sólo había dos libros, o sólo recuerdo dos: Cien poesías escogidas y Genoveva de Brabante. Había una enciclopedia estudiantil y después hubo una enciclopedia Dánae y un diccionario Larousse ilustrado. Eso era todo.

Pero ahora, cuarenta y tantos años más tarde, comprendo que detrás de mí sí había una tradición literaria, una poderosa tradición oral. Porque si bien no abundaban los libros, mis padres habían aprendido bien sus lecciones y traían a cuestas su D’Amicis, su Verne, su Salgari, su María Enriqueta, y las Rosas de la infancia florecían en ellos. Mi madre me cantó nanas a su debido tiempo, me enseñó a escribir a los cinco años (recuerdo tardes y tardes arrastrando el lápiz, mi mano llevada por su mano, dibujando aquella inolvidable caligrafía palmer) y mi padre nos contaba cuentos antes de dormir. Cuentos inventados, claro, donde mezclaba tramas de las mil y una noches con escenarios de cuentos de hadas; cuentos fantásticos todos ellos, siempre inacabados. Por cierto, todavía estoy esperando el final del pájaro de mil colores.
Lo diré, pues, rápido y sencillo: soy escritor gracias a mis padres. ¿Recuerdas, padre, que nos trajiste al Castillo de Chapultepec cuando éramos niños mis hermanos y yo? Ahora que estamos aquí de nueva cuenta, en este Alcázar que conocí entonces y al que regresé décadas después con mis propios hijos, quiero aprovechar para reconocer una vez más, de manera pública, esas viejas palabras, esas enseñanzas que tú y mi madre me brindaron y que me condujeron finalmente al oficio literario.
Para hablar del libro premiado diré que nunca había escrito poesía para niños. Al preguntarme sobre el tema respondo que para mí era un desafío, que les debía a mis hijos algunos versos que nunca les pude regalar cuando eran más chicos; esas son las verdades racionales que me gusta argumentar. La verdadera motivación, como es de suponer, es más profunda.

Hay un verso de Fernando Pessoa que me gustó desde que lo leí y que ahora viene al caso: “El niño eterno me acompaña siempre”. Yo siempre fui un niño de huertos, de ciruelos, de capulines, de milpas de la abuela, de explorar el cerro de mi pueblo. Acaso este libro es únicamente la pretensión desesperada de recobrar en mi madurez el rostro oculto de mi propia infancia. María García Esperón, ganadora de este premio en una edición anterior, ha dicho que “Tocar el misterio de la propia infancia es una de las experiencias más intensas y transformadoras que pueda tener un adulto”. Estoy de acuerdo. Escribir los poemas de este libro ha representado probablemente una suerte de rescate entrañable de la infancia ideal que viví por momentos.

La estructura del libro es simple: a lo largo del día (mañana, mediodía, tarde, noche) el niño observa y actúa en el mundo que lo rodea. Los escenarios son la casa, el huerto, la escuela y aun la ciudad. Y a su alrededor hay una madre y un padre y un gato. Pero acaso la presencia fundamental sea la de su abuelo alfarero.

Yo quisiera expresar que el libro es asimismo un homenaje a los viejos de mi pueblo que me contaron tantas historias, un homenaje también al oficio primordial de Metepec, que es la alfarería (ahí está la inefable presencia del árbol de la vida como metáfora y paradoja). Una de mis preocupaciones formales fue expresar los asuntos trascendentales de la vida (la fugacidad del tiempo, el amor, la muerte, el desastre ecológico) con un lenguaje lo más sencillo posible. Si lo conseguí o no, les tocará a ustedes decirlo en su momento. Quisiera expresar muchas cosas acerca de esta obra, pero tampoco es tan sencillo. Todo libro, como es sabido, es más –o a veces menos– de lo que su autor pretende.

Es un orgullo legítimo, un enorme orgullo, un privilegio, una alegría profunda, ser ganador de este premio en su edición 2009. La verdad de Perogrullo, como todo el mundo lo reconoce, es que este premio, que convoca la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fondo de Cultura Económica, ha marcado un antes y después en la escritura y divulgación de la poesía para niños en lengua española y en la literatura infantil en general. No sé a quién o a quiénes se les ocurrió, pero desde aquí manifiesto mi modesto y sincero reconocimiento.

Para terminar diré que las primeras versiones de estos poemas fueron escritas en 2005. Entonces yo era coordinador editorial de la revista Castálida y alguna tarde me compré esta agenda del Fondo de Cultura Económica. Entre la oficina y el huerto de una casa rentada, bajo el ciruelo, empecé a escribir con una letra palmer (no tan bella como la que hacía mi madre) estos versos que luego de muchas correcciones han dado sus frutos. El hecho de que la primera escritura haya sido en una agenda del FCE y que el libro resultante vaya a ser editado por esta misma casa editora es una coincidencia admirable, esos azares casi milagrosos que sólo la poesía nos puede brindar.

Muchas gracias.

Castillo del Chapulín, 3 de diciembre del 2009.

Marco Aurelio Chavezmaya
 
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