domingo, 17 de enero de 2010

Escenas peruanas. Año 2000













Lectura en la Universidad Nacional de Trujillo



(fragmentos de un diario)*


Marco Aurelio Chavezmaya


8 de septiembre.
Salida del D.F. Contaminación. Un paisaje de chinampas. El vaso de Texcoco (un vaso de cantina). Tapices y algodones en el cielo. Ángelas retozonas canturrean sobre lechos de vapor. Una ninfa en el aire me sonríe, pero no con esa falsa sonrisa de las sobrecargos (¿aeromozas, criadas de avión, sirvientas de altos vuelos?) cuando te dicen “¿Té o café? Sólo tenemos pollo, ¿qué va a querer?”. Toda la delegación viene hasta atrás, salvo la regidora “Petunia”. El grupo está variadito: fotógrafos, bailarinas, músicos y cantantes, artesanos, escritores... ¿A quién chingao se le ocurrió que el hombre podía volar? Inevitable acordarme de mi frase Soñé que los hermanos Wright me confesaban: Nunca aprendimos a nadar, por eso volamos. En los audífonos Neblina morada del maestro Hendrix. El ron Havana con jugo de naranja no está mal, pero la carne y todo lo demás de regular para abajo. ¿Whisky? ¿Solo o con hielos? Debo leer y escribir, pero la musa no aparece.

9 de septiembre.
Resulta que rompieron mi maleta en el aeropuerto –no sé si en México o aquí en el “Jorge Chávez” de Lima. Viaje a Trujillo en autobús contratado por Áurea Rodríguez. Un chavo nos dio la bienvenida a su nombre. El trayecto nocturno, criminal, ocho o nueve horas sobre la carretera Panamericana (recordé aquel viaje mío a los diecisiete Acapulco-Metepec, toda la noche sin poder dormir). El chofer iba más rápido que taxista en el periférico. Una parte del recorrido la hicimos a un lado del mar. En la oscuridad apenas se adivinaban brevísimos olanes de espuma y se oía el profundo rumor del océano Pacífico. Nos detuvimos a media noche en un paradero llamado La Quebrada, o algo así. Muchos del grupo pedimos “gaseosita”, que no es una niña con gases sino un refresco (ah, las maravillas del castellano). Nadie llevaba soles –la moneda peruana– y yo propuse pagar con soles de barro de Metepec, que llevábamos para regalar. No hubo necesidad: el tendero aceptó dólares. Llegamos a Trujillo por la mañana y nos estacionamos en el hostal Mansiche. Ahí nos esperaba Áurea, Aury, Aurita Rodríguez Ulloa, siempre entrañable, siempre entusiasta. Abrazos por aquí y abrazos por allá. Minutos después me presentaron a un enviado de Fernando Bazán (alcalde de Huanchaco y gran amigo también) quien nos hospedará a Paulina Santillán y a mí en ese balneario, a doce kilómetros de Trujillo. Todos los demás se quedaron hospedados en ésta ciudad. Llegamos en la “movilidad” (o sea en el coche que nos puso Fernando) al hostal Huanchaco, donde nos acomodaron en cuartos sin baño. “Mañana los cambiamos, ¿ya?”, dijo la hostelera. Entonces apenas el tiempo suficiente para bañarse (en un baño colectivo), cambiarse y regresar a Trujillo para una visita al diario La Industria, uno de los periódicos más antiguos de la ciudad y, creo, de todo el Perú (en este diario escribió César Vallejo). Las instalaciones no lo desmienten. Acordé una entrevista para el martes o miércoles. Me presentaron a un escritor, Desiderio Vázquez, que es una mezcla de tío Maclovio y profe Pedro (esta descripción es absolutamente para uso personal). En la calle Pizarro paramos en una casa de cambio para cambiar dólares por soles. Trujillo me pareció una combinación de Puebla, Morelia y algo del casco viejo de Toluca, aunque las orillas me sugirieron una especie de avenida Solidaridad las Torres en tiempo de secas. No hay semáforos. “Pasa el que llega primero a la esquina”, dice el chofer. De Trujillo a Huanchaco son entre seis y diez minutos. (Por la mañana nos habían presentado a Martha, la mujer de Fernando, toda una dama.)

Más tarde comida en Huanchaco, un agasajo a gente de la tercera edad. Fernando en su calidad de alcalde es anfitrión de Martha Chávez, congresista de la nación (no hay diputados ni senadores, sino congresistas). Paulina y yo somos invitados a la mesa de honor. Fernando nos presenta con la mujer y su esposo, Javier Nosequé, periodista, quien me pregunta de Metepec. El siguiente encuentro grato es con la comida. Hay un maíz llamado “camcha” que es crujiente y delicioso, se come como guarnición o como botana. Ah, y están la yuca y el arroz, que son básicos en la dieta local. Pau y yo bailamos un valsecito peruano, con pasitos mexicanos. La música en vivo, excelente: “Tengo el orgullo de ser peruano/ y soy feliz/ de haber nacido en esta hermosa tierra del sol/ donde el indómito inca/ prefiriendo morir/ legó a su raza/ la gran herencia de su valor”.

En la noche misa (“la guadalupana, la guadalupana...”). Luego encuentro con el embajador de México en Perú. José Ignacio Piña Rojas, en el Hotel ¿Libertadores? La música mexicana es muy apreciada acá, así que no fue raro que apareciera un charro peruano, cuyo nombre era nada menos que José Alfredo... González, El Huapanguero. El tipo no canta mal las rancheras. De ahí nos vamos a una recepción que el grupo de danza Takaynamo ofrece a la delegación mexicana. Más gaseosita. Lo rescatable del momento es la música negra que proviene de la amazonia peruana (Perú también tiene regiones bastante diferenciadas, la selva, el puno y la costa) y el baile de una peruanita morena realmente hermosa. Para rematar, cuando todo el mundo tenía ganas de irse a dormir, organicé una excursión nocturna, en corto, con Tadeo Zavaleta, Magali, su novia, Pau y yo. Por cierto que me dio un enorme placer reencontrar a Tadeo, joven artista plástico peruano, realmente brillante, después de habernos conocido en Metepec hace un año. (Le recuerdo a Tadeo su borrachera aquella en el bar 2 de Abril con garañonas “chávez special”). La excursión es al Canana, un antro “bacán”, es decir padre, chingón, a toda madre, de pelos, un caserón viejo, remozado, con aires de cabaret mexicano de los años cuarenta, de atmósfera tropical, con árboles y helechos y un patio central para bailar. Nos tocó ver una parejita de hermanos, niña y niño, bailando la marinera (que es un baile arrastradito, elegante, seductor, un baile tradicional en Perú, pero que en Trujillo adquiere una dimensión muy especial, según me cuentan; de hecho a Trujillo se le conoce como la Capital de la Marinera, o algo así), qué chamacos geniales, con qué gracia se menean. Mollejas fritas de botana –mala elección. Para beber Tadeo nos recomendó el pisco sour. Es un coctel que lleva clara de huevo y limón, y pisco por supuesto, todo licuado. El pisco es un destilado de uva, y es la bebida nacional del Perú, o digamos que es la más representativa. Magali es una chica bonita y delgada que anda de “enamorada” de Tadeo. “Enamorada” no es igual que novia (la novia es un nivel más formal, más comprometido, que la enamorada). Los cuatro no paramos de bailar. La música entre vals y cumbia. Recuerdo dos frases de una rola que me gustó: “Me llamó Perú, con P de patria” y “Dios a la gloria le cambio de nombre y le puso Perú”. El taxi a Huanchaco doce soles. Mejor no mirar el reloj.

10 de septiembre. 8:00 hrs.

El niño hostelero aporrea mi puerta, el muy despiadado, para decirme: “¡Lo espera el alcalde a desayunar en su casa!”. Martha, la mujer de Fernando además es una notable cocinera que nos deslumbra con un paté casero, acompañado de café con leche, mantequilla y pan. El paté está de poca madre. Martha y Fernando no desayunan sino jugo, de manera que la mesa dispuesta solo es una cortesía para Pau y para mí. (A la comida le dicen “almuerzo”, y la comida de ellos viene siendo la cena nuestra.)


(Unas palabras acerca de las curiosidades del idioma. Hablamos español, cierto, pero cada pueblo tiene su sangre y su sabor. Su palabra. Si en Perú digo: “le di un chupete a tu mujer” no hay problema, lo que significa que le di una paleta, pero si lo digo en México, puede ser causal de divorcio, bueno, estoy exagerando. En México “cachar” es un verbo inocente, pero aquí es una delicia. “Movilidad” es coche, “chompa”, suéter, “casaca” significa chamarra, “al toque” es rápido. Nikei se les dice a los nacidos en Perú, de padres japoneses. “Aperturar” es abrir, mal asunto esta degeneración. “Huaquear” es robar piezas arqueológicas, saquear. Por cierto, los sitios arqueológicos peruanos cuentan con presupuesto para mantener un perro calato -un xoloescuintle- en calidad de guardián espiritual del patrimonio histórico; la manutención incluye camote y crema para la piel. En el asunto gastronómico, me encuentro con nombres tan poéticos como “chicharrón de calamar” o “leche de pantera”; “chifa al paso” es comida china para llevar. Y tantos asombros más.)

Le entregué a Fernando una monografía de Metepec y una botella de tequila y otra de garañona. Recordamos su odisea mexicana. De la casa de Fernando, que está a veinte metros del hostal, nos dirigimos a Trujillo para el desfile en la Plaza de Armas. Alfredo Elías, el coordinador de la delegación mexicana, había dicho que la cosa era con traje típico, ¿típico de qué o de dónde? Yo fui de rojo y blanco, como un prófugo de la perra brava. En cambio, Luis, hermano de Alfredo, iba vestido con el traje típico de Naucalpan: saco y corbata. Me encanta su humor. (Con Luis me vine platicando en el autobús Toluca-aeropuerto.) Resultó que el desfile era muy solemne. Los peruanos son muy ceremoniosos, como el magisterio mexicano. La voz de mi conciencia me decía: “No marches, carnal”. Pero ahí voy con todos los demás, no con paso redoblado sino con paso relajado. Después del desfile marchamos a la plaza “República de México” donde honramos y floreamos a don Benito Juárez, primer bombero de América, según el Loco Valdez.

De regreso a Huanchaco. Estamos invitados a la develación de la placa del Dean Saavedra (evangelizador de Huanchaco, según creo) y la inauguración de la explanada. La comida esta vez es en el muelle, lugar precioso, con la presencia del embajador Piña Rojas, su séquito, y la congresista Martha Chávez, además de toda la delegación del altiplano mexicano. Ahí, repartidos en mesas a lo largo del muelle, disfrutamos de la camcha y los mariscos. Los trujillanos se sienten orgullosos de su ceviche. Y tienen razón. Probamos otras exquisiteces. Por fin podemos admirar en acción a los caballitos de totora, las barcas prehispánicas elaboradas con la totora, que es una especie de tule. Su utilidad se prolonga durante tres o cuatro meses. Son un espectáculo. Le regalo una monografía de Metepec al embajador e intercambiamos tarjetas con el agregado cultural. Acabamos en el Colonial (un restaurante frente al hostal Huanchaco (y al jardín municipal), un lugar rico, medio retro, acogedor, nice) Luis Hernández, Gerardo Cailloma, maestro universitario y colaborador en la Hermandad Trujillo-Metepec y la regidora “Petunia”. Crepas y capuchinos.


11 de septiembre.
Once de la mañana. Mi primera actividad literaria en la Universidad “César Vallejo”. El anfitrión es el decano de la cátedra de literatura, escritor también, Jorge Chávez (tiene nombre de aeropuerto). El presentador es Desiderio. La actividad está anunciada como “conversatorio literario”, que a mí me suena como “conservatorio funerario”. María Eugenia Leefmans, también anunciada, siempre tan pulcra y tan propia, provoca los bostezos y cabeceos de varios alumnos que no saben ni sabrán quién carajos es Sor Juana Inés de la Cruz. Discretamente Jorge Chávez me pregunta qué leeré y le digo que poemas, entonces agrega: “Ojalá sean poemas eróticos”. “En efecto, maestro, son poemas eróticos”. Empiezo presentando la monografía de Metepec, pero paso rápidamente a la lectura, con lo que el auditorio se despereza. Al final todo bien. Nos regalan una maleta con la efigie estampada de César Vallejo, ese retrato que le hizo Picasso.

A continuación lista de algunos sucesos, escenas y eventos memorables durante esa semana:

-Visita a El Brujo (complejo arqueológico hacia el norte del Trujillo, junto al mar), con Fernando como guía. (No me permiten filmar.)

-La chicha.

-Los pingüinos de El Colonial, restaurante que ya dije estrá frente al hostal Huanchaco.

-Mi entrevista en La Industria.

-Áurea me habla de su tío, don Manuel Jesús Orbegozo, una eminencia en el periodismo peruano, a quien no tengo la oportunidad de conocer.

-La presentación en la Universidad Nacional de Trujillo el viernes 15 de septiembre (¡qué paraninfo! Mi lectura de La carne, la agridulce carne con Simón Bolívar como ángel de la guarda).

-Mi discurso en el Salón Consistorial de Trujillo, con motivo de la hermandad y del aniversario del 15 de septiembre.

-El baile en una segunda visita a Canana.

-El paraíso (fuego, carne y humedad) en mi cuarto del hostal Huanchaco, aquella mañana del 17 de septiembre, antes de la visita a Chan Chan.

-Viaje a Cajamarca con Martha y Fernando (¡Uy, aquí hay tanto que contar!)

-El caldo de gallo en Chilete (un platote, con chiles rocotos, parecidos al manzano mexicano, de hecho me llevo unas semillas para mi madre).

-El cuy crocante en la entrada de Cajamarca (entré a filmar el patio y la cocina).

-Los baños del Inca, en Cajamarca.

-Un águila en Cumbemayo agitó sus alas y un zorro cruzó la carretera nocturna delante de Casagrande

(La lista es un anuncio. Pistas para elaborar una crónica en forma).

Lima, 20 de septiembre. 8:30 hrs.

Estoy en una de las salas del aeropuerto “Jorge Chávez”, en el Callao. La pila de la cámara de video se está cargando. En dos horas más estaré volando a Cusco. Aprovecho para registrar lo ocurrido en los últimos días. ¿Qué decir de mi estancia en Trujillo, Huanchaco y Cajamarca? Quizá con tres palabras pueda describir todo: Asombro, gula, amistad. No, no es posible describir. De Trujillo debo escribir una novela, ¡ja!, mínimo una crónica minuciosa. (Interrupción del diario.)


Cusco, 20 de septiembre. 23:40 hrs.

Escribo al filo de la madrugada. Estoy en el hostal Chavin, en la calle Matara, entre Ayacucho y Cruz Verde. Por la mañana, en el aeropuerto, me hicieron mierda 1,500 pesos: 110 dólares: alrededor de 350 soles. (El vuelo redondo Lima-CuscoLima: 140 dólares.) Estaba yo, pues, en la sala de embarque, con mi agenda de cuero en la mano, redactando el párrafo anterior, cuando una peruanita se acercó y me dijo: “¿Una miradita?”, Yo le eché la miradita (porque la muchacha no estaba de mal ver), pero se refería a que le cuidara una caja que ella había puesto ahí, a un lado mío. Ella fue al baño. Regresó y en seguida abordamos. Platicamos durante las pocas horas de vuelo de Lima a Cusco. Me contó su vida y yo aproveché para filmar Los Andes (¿eran los Andes?, tal vez no, pero el paisaje era escalofriante). También entré a la cabina y grabé a los pilotos (“un saludo para México”, dijeron), previa consulta con la sobrecargo. La peruana se llama Mary, cusqueña, que regresaba a Cusco luego de trabajar en Lima por un año. Me contó que su esposo estaba sin trabajo, aunque por el momento había convertido su Toyota en un taxi privado. Mary me regaló una bola de consejos para tours en su tierra: “Sobre todo no te pierdas Machu Picchu”. (¡Ay, Mary, yo vine a Perú, entre otras cosas, a conocer Machu Picchu!). Al final del aterrizaje ella llamó a su marido, Carlos, y se pusieron de acuerdo para encontrarse. (El aeropuerto, pequeño. Frase para los lectores mexicanos: “No es lo mismo estoy en el aeropuerto de Cusco, que estoy de cusco en el aeropuerto”.) Me llevaron al centro por cinco soles y me acomodaron en este hostal (barato, porque no quiero gastar tanto en hospedaje: ochenta soles cuatro días). Platicando, platicando Mary y Carlos se ofrecieron a darme un tour por diferentes puntos turísticos de Cusco por treinta soles. Me dieron un teléfono para llamarlos por si aceptaba. Ya instalado, me bañé y salí a conocer los alrededores, no sin antes encargar que me lavaran una camisa y unos calzoncillos. Me perdí deliberadamente por un buen rato, buscando el Mercado Central de San Pedro (Mary me había dado este dato para comprar mi boleto a Machu Picchu). Di con el lugar, pero me informaron que el boleto se adquiría en la estación Wancha. Fui. Tuve suerte: conseguí una salida el viernes: treinta dólares. Me perdí otro rato, hasta llegar a la Plaza de Armas. Este lugar es absolutamente colonial, impresionante, me recuerda a Taxco, algo de Puebla, por supuesto Guanajuato, pero tiene su propio carácter. La balconería de madera es una maravilla artesanal. Más tarde llamé a Mary para avisarle que aceptaba su propuesta para mañana jueves. También compré un “boleto turístico” con el que podré conocer ruinas y templos de la ciudad y la región (templo de La Compañía, templo de La Merced, Sacsayhuaman). Comí en un restaurante donde amenizaba un grupito de música andina, chavos estudiantes que lo hacían afinaditos. La carta, muy chistosa: “sustancia de carne, sustancia de pollo, sopa a la criolla, bistec montado, tallarín saltado, arroz chaufa, ceviche erótico, parihuela, caldo mata loco...”.

Al oscurecer mandé un correo electrónico a M.D. Regresé al hostal. Puse a cargar la pila. Salí nuevamente con el propósito de echarle una miradita al Cusco nocturno. Caminé hacia el rumbo de la Plaza de Armas y en esta calle de Matara me encontré con el Teatro Municipal del Cusco. Estaba anunciado un espectáculo: “4ta. Gira Mundial 2000 de los monjes tibetanos de Gaden Shartse. Por un nuevo milenio de paz mundial. Cantos sagrados del Tíbet y música ancestral inka”. Siempre me pasa: detenerme o no; hacer esto o no hacerlo. Y de eso depende la vida. Una decisión es un camino, una ruta sin regreso. Nupcias modernas entre voluntad, tiempo y azar. Y el Hubiera como un monstruo mitológico con las fauces abiertas y sangrantes. Así que me detuve en el vestíbulo del teatro y una señora muy amable me obsequió un folleto: “Presentación. Bajo el auspicio del departamento de Religión y Cultura de la Administración Central Tibetana de su S.S. el Dalai Lama, con la Coordinación Mundial de la Asociación Cultural Inkarri y la Dirección del Museo de Arte Contemporáneo de la Municipalidad del Cusco, los Monjes Tibetanos del Monasterio del Gaden Shartse realizarán actividades por un nuevo milenio de paz mundial para fomentar, reactivar y compartir el Espíritu de la Compasión Universal, la Paz Interior, la Unidad y el Encuentro de las Tradiciones Sagradas a través de ceremonias, cantos y danzas tradicionales del Tíbet y de nuestra región. Una experiencia que tu corazón nunca olvidará.”

No tenía yo hambre y la última frase, cursi, me atrapó. Olvidé el Cusco nocturno, compré un boleto, pero volví rápidamente por mi cámara. El teatro me recordó esos escenarios art decó. Los telones larguísimos, rojo sangre. El mismo color de las túnicas de los monjes, cuando finalmente aparecieron, aunque llevaban encima de las anteriores otras medias túnicas amarillas a la manera romana. (El programa estuvo dividido en dos partes y participaron, además de los monjes, el Grupo Expresión Cusco y Nación Q’eros, ejecutantes de música ancestral inca.) Un hombre llamado Juan Ruiz, director de la ONG Asociación Cultural Inkarri, dio las palabras de bienvenida –antes un maestro de ceremonias introdujo el evento muy bien. Todo lo hablado se refería a la Armonía Universal, rota por el hombre, y la necesidad de reinstaurarla, la necesidad de limpiar el alma del ser humano para que éste respete la tierra y el mundo y así generar energía necesaria para construir la paz mundial. Pero yo no estaba ahí para escuchar discursos. Había en el escenario, al fondo, un sol dorado, inca (increíblemente parecido al calendario azteca) entre cortinajes del mismo color de los telones, a un lado el retrato del Dalai Lama. Todo empezó con una “bienvenida de trompetas”. Tres monjes, el anciano a la izquierda, un joven alto al centro y otro también joven a la derecha, quien era el que soplaba la trompeta. Su aliento, a través de ese instrumento largísimo, delgado, que terminaba con forma precisamente de trompeta, producía una guturalidad musical que enchinaba los vellos. El sonido me recordaba el de la tuba. Me asombraba la manera en que el monje lograba soplar por esa trompa monumental (¿de hueso, de metal?). Ese primer “canto” de la trompeta, espiritual y críptico, era, según la explicación, para limpiar el ambiente, pero a mí me parecía el regaño impecable de un dios. (Esta apertura o rituales parecidos son realizados, antes de iniciar cualquier trabajo, por los monjes, sacerdotes, rabinos o chamanes con el propósito de “limpiar” el espacio.) El segundo “número” estuvo a cargo del Grupo Expresión. Música andina que remite a la purificación, al aspecto ecológico, al cómo estamos relacionados con nuestro entorno (efecto mariposa). En tercer término regresan los tibetanos con algo que se llama, según el programa “Choed”. El canto a tres voces es sobrecogedor. Las voces son casi inhumanas, oscuras de tan perturbadoras. Cierro los ojos y me imagino a extrañas y poderosas deidades asomando por encima de las montañas nevadas y decirnos a los hombres: “Ustedes son mortales, pasajeros, finitos..., pobrecitos ignorantes, no saben la lástima que les tenemos.”

En la segunda parte del programa vienen los indios y su música ancestral y luego la fusión con los cantos tibetanos. Todo es revelación, estremecimiento, agradecimiento por estar aquí. No sé cómo o porqué estoy aquí, pero aquí estoy. Enfrente de mí hay un gringo, también visiblemente emocionado (en el intermedio hicimos algo de plática, se llama James). Al terminar la función, aunque bajaron los telones, me introduje al escenario y me presenté con Juan Ruiz, el coordinador de todo eso. Le dije que era un escritor mexicano, le alabé el evento y hablamos de promoción cultural. Intercambiamos tarjetas de presentación. Al final le comenté: “Es verdad, esto es una experiencia que mi corazón nunca olvidará.”


Cusco, jueves 21de septiembre. Noche.

Todo el día estuve fuera. Carlos, el esposo de Mary, vino por mí a las nueve treinta. Me llevó a Sacsayhuaman, a las afueras de Cusco, un complejo de ruinas, de edificios de piedra, que es soberbio. Allí realizan un festival étnico con danzas y cantos cada año. Esto lo supe por un video que alcancé a ver. Carlos se desapareció y apareció un guía profesional, que me contó decenas de detalles e historias sobre el lugar, cosas que ahora he olvidado. Lo inolvidable es la dimensión de las piedras ensambladas en un portento geométrico que remite al misterio que envuelve al conocimiento arquitectónico de nuestros pueblos prehispánicos. De regreso al centro de Cusco Carlos y yo nos detuvimos a tomar una gaseosita. De pronto me dijo que él no admiraba a México, ni a los mariachis, ni la música, ni las películas, sino que a él lo único que le gustaba de México era el Chavo del Ocho. Qué terrible y vergonzante este imperio de Televisa. Comí chupe de camarón y trucha a la chorrillana. Por la tarde me entretuve conociendo templos, especialmente ese donde está el púlpito de San Blas, un púlpito tallado en una sola pieza. Conocí la piedra de los doce ángulos. Me tomé una “cusqueña” bien fría. Luego me topé con una manifestación. Por un lado las indias del puno “se manifestaban” a favor de Fujimori. Los espectadores las denostaban, les gritaban de todo. Entre los gritos, se alcanzaba a escuchar: “El pueblo consciente, jamás será sirviente”, “Mi conciencia no se vende”, “Abajo los ladrones”, “Las traen caminando como ganado, sin pensar...”. Y cosas así. (Por cierto, el taxista que me condujo hace días de la central de Lima al aeropuerto “Jorge Chávez” dijo estar orgulloso del “Chino” Fujimori, “porque ha sido el mejor presidente en los últimos años”. El terrorismo ha desaparecido. “Ya no se oye eso”. Y Fernando Bazán, camino a Cajamarca, señalaba las carreteras como una señal de progreso, pues antes, con Alan García, eran intransitables.)

Me la paso filmando escenas del Cusco nocturno. La Plaza de Armas está tomada por ese tipo de negocios (trattorias, snacks, etc.) para las hordas de rubios que beben desde las terrazas. El Callejón Procuradores es una muestra gastronómica internacional. Portales repletos de artesanías, textiles, talabartería, gorras, suéteres, chompas, mochilas de todo tipo. Parejas rubias mochileras que vagabundean por todas partes. Todos los autos son de marca japonesa. Cybercafés a pasto. Al fondo, un cielo azul profundo, limpísimo. Los titulares en los puestos de periódicos: “Fujimori protege a Montesinos”. Películas de Cantinflas en Frecuencia Latina. Entablo conversación con un botones del Hotel Royal Inca. Le pregunto de antros tipo table dance. “Yo conozco unas charapitas (chavas), si quieres yo te presento una, la saco para ti, yo salgo a las once... Cada que chocó con un mexicano me pide eso..., los mexicanos son bien calientes, si quieres te llevo...”. Las cartas de los restaurantes: “Anticucho de corazón, cuy al horno, chicharrón de chancho, papa a la huancaina, sopa cusqueña.”


Cusco, viernes 22 de septiembre. Once de la noche.

¿Qué decir de lo que he vivido el día de hoy? Vamos por partes: Por la mañana un desmadre para abordar el tren. Pieles morenas y rubias nos amontonamos en la entrada. Gorras incas, mochilas al hombro. Una mujer adventista (o quién sabe qué) anunciaba el fin del mundo: “Las cosas materiales pasan. Todos tenemos un Padre, es el Padre nuestro”. Montados en el tren no puede dejar de pensar en el “Guardagujas” de Arreola. El ascenso en zigzag. Observo las barriadas de Cusco. La pobreza milenaria de nuestros pueblos. En el vagón argentinos, franceses, españoles, italianos, alemanes, peruanos y ¿cuántos mexicanos?, quién sabe. Bosques de eucaliptos, riachuelos, milpas, ganado, y en una loma el anuncio de la pepsicola. Nos detuvimos en algún sitio y una tropa de vendedores asaltó el tren: humitas, plátanos, muñecos, elotes hervidos (¿choclos?). Reanudamos la marcha. El tren avanza a un lado del río Urubamba. Me entero que existe “el camino inca”, cuatro días de camino. Debe ser maravilloso hacerlo a los diecisiete años. (¡Si de Acapulco hubiera agarrado mundo!) Machu Picchu no es nada en las postales o posters. Hay que estar allí, sentir el aire, dejarse ir por el espacio, tocar las piedras. Ese lugar pertenece a otra dimensión. La cámara entre mis manos temblaba, al filmar y caminar al mismo tiempo. Imposible no pensar en Neruda y sus “Alturas de Machu Picchu”:

Entonces en la escala de la tierra he subido

entre la atroz maraña de las selvas perdidas

hasta ti, Machu Picchu.

Alta ciudad de piedras escalares,

por fin morada del que lo terrestre

no escondió en las dormidas vestiduras.

En ti, como dos líneas paralelas,

la cuna del relámpago y del hombre

se mecían en un viento de espinas.

Anduve un rato, vagando por escaleras de piedra, pasillos, terrazas, maravillado, asombrado. Las cumbres vecinas casi tocaban el vapor de las nubes. De pronto, la gran sorpresa: por allí me encontré con los monjes tibetanos, todo el grupo Inkarri, los músicos incas, y aun al gringo James (que resultó médico naturista, de San Diego, California), es decir casi todo el auditorio del teatro. El azar no existe. Juan Ruiz me saludó con una sonrisa y me invitó a participar en el trabajo que iban a realizar en ese lugar milenario, con la intención de hermanar la cultura tibetana y la cultura andina, además de orar por la paz del mundo. Eligieron una de las terrazas superiores del santuario. Así que me uní al grupo. Cuando llegamos, se produjo una atmósfera extraña, muy tranquila, como si fuésemos dueños del tiempo. Juan Ruiz, como lo había hecho en el teatro dos días antes, habló a la concurrencia: “El planeta tierra tiene dos antenas, el Himalaya y los Andes. Hace miles de años en estos lugares se desarrolló un gran cultura de hombres sabios, y en el Himalaya existe una gran cultura de hombres sabios que son los tibetanos. Queremos, aquí, en Machu Picchu, realizar este ritual, que es la primera vez que se hace de manera consciente.” En seguida el hombre (que se arrogó la función de guía-maestro de ceremonia) nos hizo formar un círculo a todos los que acompañábamos, pero puso a los cuatro tibetanos intercalados a fin de formar una”cruz”, y cada monje estaba acompañado por alguien: un español, una italiana, un gringo y un mexicano –yo– que representaríamos a la humanidad: “Hemos querido hacer una cruz, porque es un símbolo andino, pero también es un símbolo cósmico y tiene una representación material y espiritual”. El privilegio es otro nombre del asombro. Yo no sabía si estarme quieto dentro del grupo o filmar. Una neblina se empezó a formar en las cumbres cercanas. Los monjes empiezan a orar, les siguen los indios. Se oye la voz de Juan Ruiz: “Gran Señor Jesucristo, Buda, Quetzalcoatl, como te llames, que todos los seres sean felices, que todos los seres sean dichosos, que todos los seres sean en paz, te lo rogamos Gran Señor del Universo”. Por fin nos sentamos, en cuclillas. Los indios nos repartieron “gibta” (no sé qué es) una sustancia negruzca que se combina con las hojas de coca. Nos dieron un kintu de coca (son tres hojas) que representa al mundo andino y sus tres universos. Antes de masticar hicimos otra oración. Pasó el maestro quechua repartiendo más hojas, y cada que alguien recibía su ración él decía algo en su idioma, una especie de invocación. Todos probamos esa mezcla. La primera reacción es un adormecimiento en la lengua. Luego de orar devolvimos las últimas hojas y el indio viejo nos sirvió vino tinto (a falta de otro licor más adecuado a la ceremonia), del que teníamos que regar unas gotas a los cuatro puntos cardinales, y eso fue para honrar a la Pacha Mama (la Madre Tierra). “¿Cómo es que estoy aquí?”, me preguntaba en silencio. Repartieron más hojas. Empezó a lloviznar suavemente. Un peruano me dijo el nombre de las cumbres: “Wayna Picchu, San Miguelito, Machu Picchu”. Por ahí escuché el nombre de Wiracocha, una deidad inca, creo. Sin dejar de formar el círculo, elevamos un cordel con papeles de colores, que representaban a las naciones del mundo. (Se terminó la pila de la video, siempre la pila, pero una muchacha peruana que llevaba repuesto me prestó la suya, así pude terminar de filmar el ritual completo.) Los monjes hablaron, agradeciendo la experiencia y el haber compartido la cultura ancestral de Perú; el monje alto habó en inglés. El más anciano rezó, según Juan Ruiz, “para que desaparezca la ignorancia”. El gran final fueron los cantos tibetanos y la flauta quechua (¿quena?). Los profundos sonidos guturales de los monjes, la melodía del pequeño instrumento y el viento configuraban la ofrenda más terriblemente hermosa que podía ofrecerse a la Armonía Universal. Cerré los ojos y de pronto creí posible la comunión total, las nupcias perfectas entre Hombre y Naturaleza. Luego los abrí y el paisaje, impactante, recobró su realidad.

La ceremonia finalizó con fotos y risas, como un picnic que han celebrado amigos de toda la vida. Los monjes se retrataron con todos. Yo en medio del monje anciano y del joven simpático, con quien hablé un poco en un horrible inglés (mío y de él). Y no dejaba de filmar. Le pedí a un español que me grabara en compañía de los tibetanos. La reunión se deshizo. James y yo caminamos un rato juntos, me sacó fotografías, con las terrazas al fondo. Dichoso, abrí los brazos como para abarcar ese poder ancestral. Me compartió pan y más hojas de coca. Afuera del santuario, en la zona comercial, me invitó una pizza y una cusqueña. Y estábamos tan felices que casi perdemos el tren de regreso.


* El diario fue redactado originalmente durante mi visita al Perú en el mes de septiembre del año 2000, en el contexto de la Hermandad Trujullo-Metepec. Este fragmento contiene algunas modificaciones formales para efectos de publicación en la revista Clave, de Trujillo. (N. del A.)

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